Llegué a mi casa hecho un mar de lágrimas andante. Pasé directo a mi cama y solamente vi mi almohada. Mamá no me dijo nada, hace tiempo que no lo hace. Me entregué a la tranquilidad y pasividad de los barrios olvidados en la penumbra; por acá también llega la luz pública, pero menos seguido. Cuando desperté apenas era de noche, mi mamá estaba en la cocina haciendo frijolitos; me atolondró la luz y traía los ojos pegajosos por la chilladera. Mamá traía un delantal de cuadros, le servía una tortilla a Romina. Ella es muy callada, a veces no sé si vive en la casa, pero igual casi ni la veo. Mamá me miró a los ojos, igual que hace unos meses. Mijo, ¿puedes ir por leche a la tienda? Asentí, ya había pasado tiempo que mi madre no me pedía favores.
Me di cuenta de lo que pasó hace rato. ¿Quería decir que Chuleta ya no es mi amigo? Pero es Chuleta, aparte no le pasó nada. Lo malo es que no me golpeó en ningún lado que pueda señalar. La diferencia entre un morado simple y lo que sentía está en que las heridas del cuerpo sanan pero las del alma no.
Me moví por las calles enterregadas hacia la tienda, lugar inicial de nuestras fechorías, espero que Chuleta no esté, no sabría explicarle lo que sucedió; aparte no tenía ganas de verlo. Me siento como si yo fuera el malo, pero era él quien no quería que fuéramos a las pruebas juntos. Estaba Don Cuco afuerita de la tienda, borracho. Siempre vestía la misma ropa y se sentaba sobre la silla de plástico de coca cola. Parecía no envejecer ni un solo día con esa barba blanca que más bien tenía aires de pasto a mal crecer recién cortado. Olía como característicamente lo hace, a desinfectante y a vómito. Su sucio pantalón negro que apenas le quedaba, dejaba ver sus pies descalzos, calludos, blancos por la suciedad y los años de no conocer piso plano, o un baño. No sé por qué lo dejaban estarse ahí, espantaba a los clientes; o quizá ya se había convertido en atractivo turístico.
¿Dónde está Chuleta, Cacho? Me dijo de manera casi perfectamente articulada. No sé, le respondí y me metí a la tienda mientras trataba de recordar qué quería comprar. Leche, cierto. Voy al fondo de la tienda, donde están los refris, al lado de los estantes de los jabones. ¡Hey! ¿Qué quieres? Escucho desde el mostrador la voz de Carlos, a quien nunca me atreví a robarle nada. Él la atendía en la noche, por eso siempre estaba más alerta que Alejandro. No me asusté, tenía tiempo que no tomaba nada, así que no me iba a culpar, aunque el pasado le vuelve a uno, le viene y le espanta la conciencia en forma de un escalofrío por debajo de la nuca y hasta la mitad de la espalda. Con el corazón ligeramente acelerado abrí el refri, tomé el litro de leche y fui al mostrador. Puse el bote y el billete de diez pesos. Me vio con un poco de culpa y resopló cuando metía la leche en la bolsa de plástico verde. Puso el cambio sobre el vidrio y me miró con desconfianza todavía. Luego regresó sus ojos al dinero como sí la manera en que yo tomara las monedas revelara mis genes criminales.
Todos hemos robado algo, está en nuestra naturaleza. Quiero algo, lo tomo; luego nos enteramos de que pertenecía a alguien más y que eso que hicimos se llama robo. Quien no ha robado en su vida, sólo ha conocido el aburrimiento. Es como siempre ser bueno, es tedioso. Se concentró tanto en verme que tomé el cambio cual fuere robado y me fui rápido. ¡Oye! Instintivamente caminé más rápido ¡se te olvidó tu leche! Mierda, sí es cierto. Me regresé para que me entregara la bolsa y no la soltara hasta haberme escrutado por completo. Agaché la mirada incómodo, intimidado por ese adulto de más de uno noventa, nariz ancha y piel morena. A ti te gusta el fut ¿verdad? Me lanzó de repente. Estaba tan cohibido que no me había dado cuenta que ya había soltado la bolsa. Me pude haber ido corriendo, el dinero y la leche ahora sí estaban en mi pode ; me dio el miedo suficiente contestar la pregunta, entonces cambió su expresión dura por una comprensiva, casi amorosa. No te voy a comer, dice mi hijo que juegas muy bien. ¿Su hijo? Él va a ir a las pruebas de las chivas el jueves ¿tu papá no te va a llevar? Me pareció ofensivo que mencionara a mi padre cuando se sabe bien que en esta colonia si hay niños es que sus papas se fueron a tiempo, hacia el otro lado o algún lado que nadie sabe dónde queda. Negué con la cabeza. ¿Y eso? ¿No quieres ser un superchiva? Su expresión ahora llegó casi al éxtasis. No tengo quién me lleve. Se volvió todo callado, Carlos sí quería que fuera a las pruebas pero no se atrevía a ayudarme; la lástima es fácil, la solidaridad es la que se vuelve complicada. Bueno, ya me tengo que ir a mi casa. Volví más bien derrotado con mi familia; me recordó dos cosas terribles que me sucedían este día: perdí mi sueño y mi mejor amigo.
No sabía cómo ver a mi mamá a la cara. Olvidé que en el mes pasado, ella se había convertido en un fantasma para mí, más bien yo en un fantasma para ella. La excusa de quedarme con Chuleta no merecía ni siquiera pedir el permiso de mamá; a veces pasaba días sin ir a dormir en los que ni a saludar iba. La culpa que tengo ahora en los hombros y la garganta se debe a el saber que durante esos momentos de negligencia en el reino que Fernando había hecho parar a la familia de Julieta (y por extensión a mí) durante la horas lejos de casa, mi familia pudo haber desaparecido y a mí no me importaba; pudieron haber muerto mientras que yo quedaría feliz en la compañía de unos amigos imaginarios, pues no son reales aquellos que te quieren alejar de tus sueños. Así me encontraba frente a mi casa con su puerta gris de metal y una ventana con rendija de fierro a través de la cual se vislumbraba una tenue luz proveniente de la cocina, donde mi hermana y madre existían a pesar de mí; sin embargo y a pesar de mi desprecio me recibían. No había otra cosa qué hacer, yo no tenía ni diez años ¿a dónde iría? Entré a la espera de una furia que me recordara todo lo que había pensado, el enojo de mi madre por no haber sido quien debí. ero no. Romina sólo esperaba su leche y en la mesa había otros dos platos con taquitos de frijoles. Mamá me veía sonriente mientras ponía tres vasos vacíos en la mesa. Era como si supiera el dolor que tenía, que lo reparaba con su amor, su comprensión y una sonrisa. Encontraba la amistad perdida en estas cuatro paredes con olor a tortilla quemada; en esta mesa plegable de plástico azul y en los vasos que ahora se llenaban de leche.
Gracias, mijo. Sí, amá. Romina tomó el vaso con sus dos manos y lo bebió embarrándose los labios. Lo bajó y nos miró inquisidora; sabía que aquí algo pasaba. Yo quería este tiempo con mamá a solas, no con Romina en medio. Así no podía decirle que era su hora de dormir, no podía decir nada con todo lo que había hecho. Comí mis dos taquitos con la mirada baja. Romina seguía ahí. Quería pedir más; tenía hambre, pero ¿cómo pedir cualquier cosa a una madre tan amorosa? Temía su mirada en juicio, no quería verla de nuevo a los ojos. Nico ¿quieres más? Levanté mis ojos a los de ella, seguía sonriendo. Yo esperaba el momento de la reprimenda, cuando por fin me pondría en mi lugar, pero no, ella mostraba a lo ancho de su cara sus dientes, ahora con cierta intención perversa. Disfrutaba de mi sumisión. ¿Entonces? Sí, mami. Dejé ver que todavía era un mocoso, un pequeño lactante que no podía voltear a ningún lado de no ser porque así lo quisiere su madre. Lo supe, me golpeó de repente, esa tortura fina y silenciosa era mi castigo, tanto lo sabía yo como ella que me servía de nuevo la cena. Quería comer y dormir; que esto acabara.
Todo el fin de semana me comió la duda ¿me habría perdonado? ¿Lo perdonaría yo? Llegué el lunes a la escena sin muchas ganas, con miedo y duda. Me inventaba todo tipo de noticia extraña que me permitiría dejar de ver a Chuleta. No le deseaba la muerte, pero sí me resultaría conveniente que se hubiera cambiado de escuela, que hubiera dejado su casa vacía porque finalmente Fernando los llevaría a vivir a un lugar mejor; también me pasaba por la mente que Chuleta hubiere encontrado a su verdadero padre y mudádose con él. Pero no. En cuanto entré al salón ahí estaba él, salvo que en esta ocasión ndesde sentaría en el lugar de de siempre. Estaba en una esquina, retraído, en los pies un balón y en su banca un álbum de calcomanías del mundial pasado. No era una de las aficiones que teníamos, pero de seguro Fernando lo llenaba con juguetes para que lo quisiera más. Hay algo con esas personas que lo tienen todo, pero en realidad no tienen lo que quieren. Sólo Jorge tenía las estampitas del mundial, algo le ha de haber dicho, que le consiguiera todo lleno. Cuando Jorge llegó se percató del logro de Chuleta, se le acercó, lo que derivó en una plática incómoda, y extraña.
- ¿A poco lo llenaste solo, Chuleta? Sí ¿y por qué nunca me cambiaste ninguna cartita? Porque ya lo tenía llenado. ¿Desde el principio? A mí que hiciste trampa, nomás porque tu papá es narco. Así le dijo lo que todos sospechaban pero nadie decía en voz alta. Chuleta inmediatamente se paró, tomó el preciado álbum y se lo aventó a la cara de Jorge sin importarle si se deshacía, luego de esto le dio un derechazo sin que pudiera defenderse. Su furia era desconocida tanto para todo el salón como para él. Entiendo que se haya ofendido, sino por haber llamado narco a Fernando, sí por decirle que era su padre. Su respiración nos inquietó a todos, parecía un toro en cólera. En su cara se veía el desconocimiento, el extravío de sus pensamientos. Logró volver en sí unos segundos después; se llenó de vergüenza y salió corriendo del salón, una actitud poco usual para un macho alfa como él.
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