El verano pasó
rápido entre la derrota de México y la sorpresiva victoria de Francia ¿Cómo era
posible que Brasil, el gigante, haya perdido frente a un país pequeñito de
Europa? Me mató por completo la ilusión de que no había equipo que pudiera
contra el imbatible Brasil. Recuerdo cuando Zidane metió el primer gol, yo no
lo podía creer, Francia no se movía y de la nada le descontó uno. Recién
terminado el partido, recuerdo lo sospechoso que me pareció la victoria de
Francia. Yo creo que está arreglado porque juegan en su propio país, le dije a
Chuleta. No le importó, después de que México quedara fuera, el fut no le causó
mayor ilusión; tenía en tan grande estima a Jorge Campos que le pareció una
desgracia que haya dejado pasar el empate y peor tantito que nos dejara perder.
Con el tiempo se acostumbraría a que México tarde o temprano caería
estúpidamente. No lo entiendo, yo también estaba decepcionado pero no pensaba
en dejar de jugar.
Regresamos a clases
y Fernando se volvió una figura paternal tanto para Chuleta como para mí, sobre
todo porque pasaba la mayoría de las tardes en su casa, sólo llegaba a la mía a
dormir y mamá no decía nada. Fernando les arregló la casa y cada vez estaba más
seguido en la colonia, no iba a visitar a su mamá, sino que dejaba su camioneta
ya en casa de Julieta. Nos trajo el balón para ver lo buenos que nos habíamos
vuelto nomás de las desveladas que nos dábamos viendo el mundial; naturalmente
se burló de nosotros, pero igual nos quedamos con la pelota. Ahora Jorge
recibía su merecido lugar como alguien que solamente era bueno. Entramos a la
escuela cuando quedaba muy poco de las lluvias. No era tan cómodo jugar con
polvo, pero con nuestro balón, hicimos un sistema de juego más justo. Nunca
repetíamos equipo ni capitán en días seguidos. Nadie podía decir que no lo
dejábamos jugar. Chuleta y yo siempre luchábamos porque nos tocara en el mismo
equipo ¡Son novios! Nos gritó una de esas Rafita. Cállate, nomás porque nadie
quiere jugar contigo ni ser de tu equipo porque eres bien maleta. No recuerdo
qué chilladera hizo, pero eso lo calló un rato, pues sí era malo. A todos nos
caía bien, pero se veía que venía a jugar por convivir. Rafita era de esos que
prefería jugar a las escondidas, a las canicas o a los tazos, pero como nadie
compraba muchas papitas (más que Chuleta o Jorge) no había tantos para
apostarlos, de por sí Chuleta siempre prefería el fut. Nunca se animó a no ser
portero. Le entró en la cabeza que tenía que ser mejor que Jorge Campos, seguía
siendo su ejemplo pero ya no lo idolatraba como antes del mundial.
No estar con el
mismo equipo nos hacía perder de vez en cuando. Yovani se la había pasado
comiendo calcetose en verano o algo así, porque estaba muy crecido; parecía
temprano para empezar con gallos en la voz pero él ya hasta empezaba a tener
pelos en las piernas, me ganaba en velocidad y fuerza. Él ya tocaba la edad en
que el futbol se vuelve más competitivo, más violento y yo pequeño, delgado, no
podía llegar con facilidad a la otra portería. Yovani me la quitó y se fue
rapidísimo, pasándosela a Rafita. Queda solo contra Chuleta pero Rafita está
menos, Chuleta achica, la toma y me ve; despeja, la busco y me encuentro con al
menos un cuarto de cancha para tener un buen disparo. Sé que Yovani en
cualquier momento llegará a empujarme y quitar la vola, me apresto para tener
un buen ángulo. Corro. La bola. Atrás, no hay nadie. Portería. Balón. Se acerca
Yovani. Unos metros más, ahí está la portería, tengo buen tiro y sin perfilar
doy un zapatazo. Comienza el viaje del balón. Jorge va corriendo para aventarse
por él, parece que no va a alcanzar cuando pierdo el equilibrio. Un golpe
espantoso en la pierna me hace caer, arrastrado por Yovani que esta vez fue más
allá del usual empellón; me enterró por completo el pie en la parte baja del
tobillo, cosa que me dolió como nunca nada antes me había dolido en la vida.
Cuando veía en la tele a los jugadores en el pasto quejándose, me decía que yo
nunca actuaría como ellos porque no amaban el futbol, no le ponían corazón. No
me podía levantar, ni apagar el fuego que cubría mi pierna y mi costado, apenas
recuperaba la respiración que me intentaba levantar y mi cuerpo me lo negaba. A
mis ojos tierra, aire, luego la portería y las piernas de Yovani. Cerraba los
ojos para no llorar. Ay, ay, ay escuchaba de mi propia boca, cuando desde la
portería vi correr a Chuleta. Tiró los guantes
al piso. ¿Qué te pasa? Ya había tirado ¡joto! Se acercó a Yovani y yo
nomás vi cuatro piernas. Fue al balón, que no se haga. Todavía me punzaba el
tobillo, pero menos. En su pequeñez se acercó Chuleta a Yovani y yo creo que lo
empujó porque lo que vi después fue a Chuleta caer sobre sus sentaderas en el
piso, miraba hacia arriba con coraje y miedo, como aquella vez que Fernando nos
calló el gol. Deja que tu novio se defienda solo, se cayó porque los dos son
mariquitas. Rafita aprovechó la ocasión para sacar el resentimiento que se
tenía desde vario tiempo guardado.
Mariquita
sin calzones
Se
los quita y se los pone
Por fin me pude
levantar cuando vi que Chuleta agarró el balón. Pues ya no juegan ¡Puercos! Les
gritó. Luego nos fuimos al salón. No pensó que íbamos al mismo salón que ellos
y los veríamos después del recreo. Como todas las cosas honestas, sabía que
luego nos contentaríamos y volveríamos a jugar. Yo lo esperaba mucho. El salón
estuvo tenso, no había la típica plática; de por sí no hablábamos mucho por el
nuevo profe, Ysmael. Era moreno, alto, de bigote y calva graciosa, muy alegre
pero enojón cuando alguien se distraía. Yovani siempre se sentaba lejos, pero
le cambió el lugar a Mariana, que se sentaba atrás de mí. Chst, Cacho. Cacho.
¿estás bien? No quería llegarte tan fuerte, pero me emocioné. Volteé. No pasa
nada, Yova, ya estoy bien, le mentí. No quería guardar el remordimiento. Chst,
Chuleta ¿sí escuchaste? ¿Qué? murmuró. Que no fue a propósito lo de Yova. No me
importa yo no quiero jugar con él. ¿Qué tiene? Además tú fuiste el que lo
empujó primero, sólo se defendió. Pos te pegó gacho, me enojé. Pero no me pasó
nada, ya estoy bien. ¡Ustedes! Escuché desde el otro extremo del salón, era el
profe. Ya me tienen harto, cállense o sálganse. Está bien profe y agachamos la
mirada ¿Ya ves? Es su culpa, me dice Chuleta señalando a Yovani. De no habernos
hablado. Escuchamos un ¡Chst! Poderoso desde el pizarrón. De nuevo cabeza baja
y a poner atención a quién sabe qué.
Todo está muy rico,
Julieta, dijo Fernando mientras probaba una cucharada de la sopa de lentejas
que en efecto, estaba rica. Sospechaba de que hubiera cocinado ella pero no me
podía quejar frente a Chuleta; tampoco frente a Fernando, creo que me mataría. En
una semana va a haber pruebas para las fuerzas básicas de las Chivas, Juan.
Espero llevarte para que quedes en el equipo, ahí tengo un amigo que te puede
probar. Me emocionó de sobremanera el asunto, pero era claro que sólo se
dirigía a Chuleta. También podrían probar a Cacho ¿no, Fer? dice Juan que es
muy bueno, sugirió Julieta. Fer dudó un poco, pero le sonrió. Sí, también lo
puedo llevar. Le noté el disgusto al igual que Chuleta, por lo que mis
“gracias” fueron tímidas y calladas por una cucharada de lentejas. Después de
comer íbamos a practicar penales y unos pases, pero primero prendimos la tele
porque no nos fuera a dar un calambre. Yo veía muy silencioso a Chuleta, que se
entretenía cuando Gokú peleaba contra Piccoro Daimakú. ¡Qué padre! ¿Te imaginas
que los dos quedemos en las Chivas? Ahora no hablarán de Jorge Campos ni del
Temo Blanco, seremos “Chuleta y Cacho”. Ajá. ¿No estás emocionado? Chuleta se
encogió de hombros. Sólo miraba a la pantalla. Entró Fernando y lo llamó,
Chuleta se levantó y los dos se fueron a la cocina. Supuse que era una plática
privada al estilo padre e hijo, no sabría decirlo. Él tenía derecho, tampoco
sabía lo que se sentía.
Pasamos el resto de
la tarde haciendo pases, en el café de la tierra que contrastaba horriblemente
con su casa que ahora tenía pintura azul, puerta de madera y ventanas sin rejas
de metal. Lo chocante no era aquello, sino ver que al lado había cubos de
ladrillo con tapaderas de aluminio o fibra de vidrio que servían de resguardo
para otras familias, por no decirles casas. Se escuchaba un eco terrible con
cada patada que recibía el balón, como si nos golpeáramos a través de la esfera
con sucedáneo de cuero barato. ¡Pas! y luego las casas tocaban un tambor en la
misma nota cuando me llegaba el balón. ¡Pas! se lo aviento a Chuleta; ni me
mira. Lo patea más lejos de lo que alcanzo y tengo que correr más allá de la
calle que cruza. Lo devuelvo con fuerza para que llegue, pero rebasa a Chuleta
y se queda en la puerta, por suerte no le pegué a la camioneta. Me hago unos
pasos hacia atrás, a ver si así me habla, sé que no la llega. Camina con ella
unos metros, toma vuelo y la envía con todas sus fuerzas; la pelota me pasa por
sobre la cabeza y rebota sobre una puerta de aluminio. Retumba cual relámpago y
despierta a un bebé dentro de la casa, la alarma está encendida. Tomo el balón
rápido, lo pateo con fuerza hacia Chuleta, pero el nervio del puntapié lo envía
a la camioneta, me muero de miedo, pero pega en una esquina de la defensa. Lo
malo es que se fue bien lejos de él. Chuleta
corrió por el balón mientras yo a su casa, no me fuera a cachar la mamá
enojada por el desvelo de su retoño. Lo que puedo asegurar es que fue la tarde
menos divertida pasando el balón. Cuando estuve frente a la puerta de madera
llegó Chuleta un poco enojado. ¿Qué? ¿Ya
no quieres jugar? Por fin me habló. Es que. Despertaste. A un bebé. En una casa.
¿Para qué dejas ir la bola? Fue tu culpa. Bueno, hay que hacer otra cosa ¿no?
Me quise evitar una discusión o que me dejara de hablar otra vez. Si me cachan
allá, mi mamá no me va a dejar venir y menos a ir con las Chivas. Al mencionar
la prueba se volvió a poner tenso, se sentó sobre uno de los escalones que
llevan a la puerta y dejó el balón al lado. Se quedó mirando al piso. El cielo
se decoraba con algunas nubes y el viento empezó a soplar; primero se llevaba
un poco de polvo, luego movía unos cabellos, los de Chuleta, los míos. No me
quise sentar junto a él, era asumir que comprendía lo que lo traía así cuando
en realidad no sabía que lo había callado de repente. Se movió el balón lejos
de él y no hizo por recogerlo. Era un portero, en su sangre debería de estar
quedarse con la bola ¿Y si sólo quieren a uno? yo no quiero que vayas a la
prueba conmigo, Cacho. Me miró sin enojarse, pero resuelto. ¿Por qué? Si vamos
los dos te van a escoger a ti, eres más bueno, metes goles. Me quedé callado;
era cierto como que también él estaba un poco chaparro para ser portero. Ahora
sí me senté junto a él, estaba igual de confundido. ¿Que no íbamos a jugar
juntos en la selección? Él, Jorge Campos, yo, Temo Bravo. ¿Pero y si sí
entramos los dos? ¿No estaría padre? Aparte, somos posiciones diferentes, yo soy
delantero y tú portero. Pero Fernando me dijo sólo a mí. Mi mejor amigo me
pedía que renunciara a mi sueño, al sueño que los dos teníamos. Ya no era el
que no le tenía miedo a Fernando, ahora le obedecía con gusto. Nos quedamos
callados un rato viendo cómo el viento pasaba el balón de su lado hacia el mío
y después se alejaba y nosotros igual, sentados afuera de la única puerta de
madera en la cuadra. Era bonita, aunque no considero que combinara con el azul;
una madera tan viva necesitaba colores muertos, sino era una flor rodeada de
más flores, sin sentido. Pero puedo ir después de que vayas tú, ¿no? Más
silencio; me paré, fui por la bola y caminé hacia él ¿Le vas a decir a Fernando
que si me lleva después? insistí. Su cara seguía buscando figuras en la tierra.
Le aventé el balón con fuerza a la cara. Lo desvió. Claro que lo escogerán,
tiene buenos reflejos. ¿Por qué me lo avientas? me gritó enojado. Ya me voy.
Caminé a mi casa sin evitar sacar algunas lágrimas y un poco de mocos. Ahora
nomás él puede ser futbolista, él y sus guantes nuevos y su balón y su camiseta
de Jorge Campos y sus papas y sus tazos que, aunque lo negara, guardaba para
jugar con Rafita. Me aguanté las ganas de voltear para atrás por miedo y enojo.
Pinche Chuleta, pinche Juan.
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