lunes, 24 de septiembre de 2012

ALGUIEN EN LA VIDA

Creo que el solo concepto de estar vivo y tener la mala fortuna de nacer humano te convierte en alguien ¿o no? No sé si era una enfermedad común en el barrio eso de querer lo mismo, pero algo era seguro: nadie sabía responder a la pregunta “¿haciendo qué?” Creían que convertirse en esta criatura mística comúnmente conocida como “alguien”, simplemente consistía en tener los mejores carros, las mejores drogas y las mejores mujeres; en resumen, los mejores juguetes. De entrada, ninguno de nosotros a esa edad sabíamos para qué eran las mujeres, pero como veíamos a Don Cuco, el borracho de la tiendita (nunca andrajoso, pero siempre barbón) que se la pasaba soñando en voz alta con Camila y que después del trance nos contaba sus aventuras de “padrote” como dice; pues por eso pensábamos que era bueno tener muchas mujeres. Sin embargo, lo que más nos hacía querer todo eso era cuando llegaba Fernando, en sus camionetas negras y grandes. Desde que veíamos una nube de polvo a lo lejos, sabíamos que Fernando traía su troca grandota con rines plateados. Lo que más nos abría la vista era cuando Don Cuco, si estaba despierto, se desvivía admirando la vida de ensueño de ese hombre de la camioneta. Ira nomás, pinche Fersito que yo lo conocía de chavito y ‘orita los viejorrones que trae. Aparentemente Fernando era el “alguien en la vida” de la mayoría de los que vivíamos por ahí. Para un montón de chiquillos cuyas casas tienen piso de tierra, o concreto cuando había suerte y cuyos papás si no trabajaban allá en la ciudad se habían ido “al otro lado”, Fernando no parecía un mal ejemplo. Pero Chuleta y yo qué sabíamos de eso a los seis años; él al igual que yo no entendía lo que significaba el suceso de “ser alguien”; Chuleta no sabía si ser futbolista encajaba en esa categoría pero él quería ser como Jorge Campos. Es una pulga voladora, decían Carlos y Alejandro, los dueños de la tienda. En los partidos de la selección, dejaban la tele prendida y que entrara el que quisiera. Chuleta de verdad no sabía nada de futbol, ni podía patear el bote de frutsi, pero creo que los colores del uniforme de Campos le hacían sentir padre, como niño chiquito que era. La costumbre de ver los partidos ahí se me convirtió en negocio porque el arrejuntadero de niños, más el volumen de la tele me dejaban sacar chicles, unos mamuts, o si me iba bien, unas pizzerolas. La tele estaba empotrada en una esquina, al lado estaba la torre de las paletas y el mostrador, detrás del cual Alejandro se sentaba a jadear porque su obesidad y nariz chata no lo dejaban respirar. Yo me metía entre los estantes de aluminio azul y a la discre me llevaba lo que saliera. Era un sistema de poca sofisticación, pero mucha elaboración. Como las papas y los chicles siempre estaban en el estante de en frente, yo llegaba, agarraba las cosas y las dejaba en el fondo, junto al papel del baño o detrás del aceite. Como Alejandro era muy flojo no las movería. ‘Ora chamaco ¿te vas a comprar algo o no? Me llevaba lo que quería atrás, justo una hora antes del partido. Finalmente agarraba algo y lo llevaba al mostrador ¿Cuánto cuesta éste? ¿Y éste? ¿Y el otro? En el punto que mi curiosidad y ojos de hambriento lo hartaban, me iba. Ya después antes del medio tiempo (Chuleta y yo éramos los primeros en llegar) hacía mi jugada. Era más seguro cuando jugaba la selección, a veces lo intentaba en los juegos de las chivas pero era más arriesgado, no había tanta gente.

Empezamos a ir a la primaria que quedaba bajando el cerro. Chuleta y yo íbamos en el mismo año, así que entre nosotros hicimos nuestra bolita de amigos. Naturalmente, casi todos querían ser futbolistas y había uno que tenía pelota. Jorge se creía mucho pero sólo lo trataban bien porque tenía el balón. A mí, el robo de chucherías de la tienda nunca se me había pintado como un negocio más allá, pero Chuleta insistió que si vendía las cosas más baratas, ganaríamos algo de dinero pero ¿para qué quería yo dinero? ¿Para comprar lo mismo que me robaba de la propia tiendita? No me parecía muy inteligente, así que yo robaba lo de siempre y le compartía parte del botín a Chuleta. Su verdadero nombre es Juan pero en la escuela le pusieron así por sus orejas enormes y en forma de alerón. Uno se esperaría algo más típico como “Dumbo” o “Chore”, pero acá tenían colmillo para los apodos. A mí no sabían qué ponerme, así que me quedé con Cacho, mi apellido. A la escuela ignorábamos a lo que íbamos, excepto a  platicar y a jugar futbol en el recreo y luego sentarnos a hablar mientras el profesor mal que bien no intentaba enseñar algo; a pesar de todo, nunca nos decía nada. Eh, Chuleta, cállate no seas payaso. Yo no dije nada, profe. El civismo es entonces la ciencia que; apláquense, chamacos. Y nos calmábamos, o fingíamos hacerlo. Entre nosotros había más niñas, pero eran una materia desconocida, eran como los niños, pero iban a baños diferentes y no usaban pantalón. Frágiles pero bien mentirosas. Había una que me hablaba bien porque llevaba papitas. Ándale, cachito, dame una papita, no seas malo; al cabo tú eres rebueno. Y así le daba unas papas a Florencia aunque no me gustaba compartir. Pero nomás no traía nada y ni “hola” me decía. Pasaron unos cumpleaños y otros días así, entre balones, papas y chicles robados.

Un día sin lluvia, pero con mucha nube, nos pusimos a jugar futbol. El profe Eduardo se había enfermado y no había sustituto; nadie se quería regresar a su casa, mejor quedarse jugando fut. Jorge no quería prestar su otro balón nuevo que porque ya le habíamos volado dos balones y que éste también. Después de rogar, cedió. Pero yo soy el capitán de mi equipo. Sí, Jorge, ya escoge. Ese día, hasta ahora me queda en la mente como algo especial, había un aire que me decía que esto era especial. Cuando lo recuerdo, todo se vuelve onírico: De repente todos éramos tan buenos como los Supercampeones y las nubes en vez de tener el gris aburrido usual, para mí eran negras y amenazantes, con relámpagos que se ramificaban a través del cielo y enredaban con sus espinas los nubarrones a punto de estallar en una tromba. Mi misión residía en defender nuestro terreno polvoroso del diluvio que acabaría con todos nosotros; sin embargo lo que yo más temía era la vida de Chuleta y de mi madre, pues no sabían nadar. Qué digo ¡Yo tampoco sabía nadar! Comenzamos a correr entre tornados, algunos seguían la pelota, mientras que había otros construyendo fuertes en sus porterías; nuestra tierra sólo tendría oportunidad de mantenerse seca con la condición de que dejáramos la piel por el futbol, ganara quien ganara. ¿Qué podíamos hacer con ocho años? Sin duda no nos compararíamos con Jorge Campos o Ramón Ramírez, al lado de ellos nosotros éramos cabras persiguiendo comida. Pero no fue simple como eso, al menos no para mí. Llegó el balón a mi pie, al tocarse pareció se besaran, saludándose cordialmente, el inicio de un baile cómoda, amigos de hace años. Sentía yo un deseo de moverme ágil, ser como aquellos jugadores de Brasil que al correr bailaban. Mi cuerpo era todavía torpe, mi imaginación dictaba movidas fantásticas capaces de simbrar la tierra, de ordenarle al cielo parar su amenaza; mis pies se atoraban, pero eran suficientes para engañar al contrario. Así pasé a Jorge, corrí al través de Yovani y dejé a Camilo parado; detrás de mí sabía que estaba Chuleta, si mi plan fallaba ya cubrían mi retaguardia. Sin vueltas, ni tapujos, llegué a la portería rival, con barricadas gigantes y un guardia imperante, entonces en un beso de despedida, mi derecha volvió a tocar el balón, pero no fue algo definitivo, porque sabía que un día volverían a danzar: tiré un trallazo que Rafita no pudo parar, fue un sentimiento que tardé en asimilar y vi por detrás de mí a todos, que no se podían explicar nada. Cacho metió gol solo, el cielo lo celebró con un llanto severo que al mojarnos nos recordó que no éramos guerreros, sino niños divirtiéndonos entre tierra y unos postes de aluminio. 

lunes, 10 de septiembre de 2012

CON LA CONCIENCIA EN CALMA



Es un momento que no se decide entre lo tráfico y lo bello. Cuando ella llega y al mirarte a los ojos, ya sabes que es tuya. Pero no es tan sencillo, ella no es una cualquiera y te lo hace saber. Quisiera hablarle de ti, evitar que me seduzca, pero hay un deseo en mí y un control en sus ojos de medusa, que me evitan la verdad, aunque tampoco pronuncio mentira alguna. Probablemente se seguirá acercando, te conocerá y te alabará, pero por la espalda me intente conquistar, aunque esto es cavilar de más. En mi taciturno andar, mi seca respuesta y sonrisa escondida, ella desaparece. Merodea entre pasillos, puertas y baños, quizá jugando, posiblemente existiendo por su parte, en otro lado. Como nada pasa la primera parte de la jornada, llega el tiempo de la comida, jadear un poco con cada deglución, insistir en el silencio y evitar el contacto visual con ella.

Me siento en la mesa, con mi comida, de mi lado, solo. Entra ella, contoneándose sin prejuicio de su cuerpo y elige el lugar que está del otro lado de la mesa, pero no al frente mío. Así como si nada se levanta por algo, pasa por mi lado y como sin querer su cadera roza tu hombro. Voltearás un poco, pues te acaba de increpar con su pierna. Respondes al llamado y justo ese día tenía que llevar la falda roja que le dibuja el vientre y redondea sus nalgas como una jugosa manzana. Como un corazón latente, por el cual pasan todas las arterias y venas llenas de plasma, de glóbulos rojos. Ese instante, que parece durar una eternidad te avergüenza, tu conciencia te humilla y verificas rápidamente si no has sido descubierto en el delicioso delito de mirar. No, su cola de caballo se menea y salta alegra, cadenciosa. Vuelves a tu comida que ahora es insípida en comparación a tu ritmo cardiaco. En ese momento piensas en ella y las explicaciones que debes de dar ¿Tiene que acabar este juego? Fatídicamente estás seguro que todo se caerá y el resto terminará por suceder. Sin ser creyente, te remites a lo que conociste en tu infancia y te preguntas cómo le hizo José para no acostarse con María. Era su esposa, al fin de cuentas. Tu duda es más terrena ¿cómo hizo para no irse con otra? Es probable que la costumbre le ganó a las agallas. También miedo; yo tampoco me metería con la mujer del señor que envía los rayos desde el cielo. Te metes tu pedazo de ensalada en la boca, masticas lento, pasivo y perdido. Eres un desperdicio de hombre y paradójicamente estás llevando esa potencia al máximo acto. Eres y sufres la transformación que conlleva ser. Las manos te sudan, el corazón te palpita acelerado, tus papilas gustativas se secan y todo lo que está en contacto con una superficie excreta sales en forma de líquido. Lo mejor es tu cerebro que en este proceso da toda la vuelta por las preocupaciones, estimaciones y limitaciones para llevarte a la contemplación de ti mismo y pensar en paralelo que te estás dando cuenta en tu reflexión que estás pensando; pero no sabes qué estás pensando. No lo dices ¿a quién sino a ella que tienes en frente, justamente después de haber tomado asiento? Su blusa de algodón y nylon rayada de negro y blanco deja entrever la conjunción de sus jugosos senos. No son grandes pero tampoco pequeños; se ven llenos de un néctar divino que por necesidad espiritual (o animal, ya no sabes) debes extraer. Es violento pero a la vez romántico; tienen la medida perfecta para caber en tu mano y su silueta adivina una forma para saborearlos, lamerlos, arrancarlos y ella te ve a la cara. Quizá, si no estuvieras atado, si no tuvieras un compromiso por cumplir con aquella otra mujer que llegó primero, puede que en vez de voltear a la cara y engullir casi hasta el ahogo, la vieras de regreso a los ojos para regalarle una sonrisa cómplice, seductora.

Ahora no puedes terminar de comer porque ella ya sabe que la viste y te tiene pendiendo de una correa. Sólo basta apretar el cuello e irás en la dirección que te indique. También crees eso y en lugar de usar una estrategia eficiente para alejarla, tomas el resto de tu plato y comes impacientemente mientras te pones de pie aunque no hayas terminado aún. Huyes porque hoy dejaste las garras en casa, con tu novia. Quieres verla, pedirle el valor de amarla y las armas para ignorar a tu pene, que ahorita piensa más que tú. Dejas tus trastes sin lavar y escapas a tu pequeño cubículo. Te pones a escribir frenéticamente todos esos reportes atrasados y ¡llega ella! ¿Qué hace tan rápido tras de ti? No puedes sostenerle ni una mirada, te pegas al ordenador y escuchas aquello que esperas sea una duda del trabajo. No lo es. Dice que es una cuestión personal y sólo a ti te tiene confianza ¡Entre toda esta gente! Hay más de una docena de mujeres en la oficina y sólo confía en ti. Te das cuenta que el protocolo social en estos casos indica que la mires a los ojos.  A esos ojos azules que de un modo te recuerdan a la chica que espera que le llames, todos los días. Te confiesa su amor. Su amor por otro. Te relajas, por un momento tu paranoia te indica que podría ser una indirecta, pero tu ego ya te ha ganado antes, sabes (y esperas) no ser tú. Escuchas cual idiota cuando sabes que quieres verla callar, morderse los labios de pasión carnal con su pecho desnudo bajo el tuyo y su espalda a la merced de tus manos. Otra vez estás perdido en su cuerpo, sus piernas largas, sus caderas bien torneadas y sus senos perfectos. Luego regresas a su cara mientras tragas arena. Temes la delación de tu pubis y cruzas las piernas fingiendo estar interesado. Suelta una lágrima y se la limpias con la mano, la abrazas y la besas en la frente, todo por un reflejo afectivo que te gana. Te tilda de amigo comprensivo y te dice un ‘ojalá fueras tú’ que sabe a ‘eres tú en realidad’. Sigues bajo la hipnosis feromónica y mientras se va vuelves a ese trasero tan suplicante de sexo, de tu sexo. Sigues, hasta que por algo se para, tienes la misma reacción tonta de antes, pero ahora te topas con su mirada; te declaras culpable cuando ella levanta un hombro, se pasa la mano sobre la oreja y te sonríe con los ojos.  Tú y ella deciden, sin decirlo, que habrán de de ser mutuos en algún momento. La evitas, te encierras, sudad. Todo fue una trampa, una vil treta para seguir el camino que ingenuo creías poder evitar. Presionas las teclas. Tac, tac, tac, tac. No bebes, apenas respiras y procuras pasar saliva por el resto del día. Consultas el reloj en tu mano, el de la pared y el de la computadora. Tac, tac, tac, tac. Quieres evitarla. Ya casi es hora de salir y tienes la posibilidad de salir limpio, de ir a refugiarte en tu novia, en ella que desde antes te ha querido.

El nervio te hace olvidar marcarle, así como dejas el celular en la oficina ya cerrada. No importa, no quieres el riesgo de encontrarte con su falda roja, caminas con prisa a tu auto sin despedirte de nadie. Estás a poco más de diez metros de llegar a tierra segura, de escapar y escuchas tu nombre. Viene de esa voz sin melodía pero con un tono un poco raspado, sensual. Ahí estás, al lado de tu carro, listo para irte y se cuela entre ti y la puerta. Se miran a los ojos, te pregunta tus planes inmediatos y de ti sólo viene lo mismo. Te invita al cine, lugar universal para tocarse en los asientos de atrás. Por fin reaccionas bien y le dices que quedaste de ver a tu novia. Ella actúa normal, no le molesta. Será para otra ocasión. Y se despiden. Acercas tu cuerpo despacio, no quieres tocar pero tu brazo ya rodea su espalda. Tus yemas recorren los centímetros de tela pasando por un brasier mal asegurado. Ella se sabe, se quiere tuya. Es este el momento. Se deja acurrucar bajo tu brazo, se acomoda perfectamente y antes de acercar su mejilla a la tuya contonea la falda hasta que se recarga en tu pantalón. Desde que levanta la cabeza para despedirse apunta sus labios al frente, sin insinuar nada pero sin esconderse. Tú, como sin querer, besas derecho, si no la tendrás no te hará daño probar un poco. La besas ahí donde usualmente va el cachete y las comisuras de sus labios. No sabes si es tu imaginación, pero sientes humedad en la boca, un resquicio de su lengua. Lo disfrutas y también sacas tu lengua, esperando tocar la suya. Por un momento mínimo, listos para comerse en serio, rozan sus narices y se ven a los ojos. Los abre grandes mientras su otro brazo se cuelga de tu cuello y tu mano los hace juntar los ombligos. Todo ha sucedido, se besan sin control, suben al auto. Se besan mientras alcanzas sus bragas, ella roza tu miembro con tu mano y lo aprieta. Su humedad te da ganas de penetrarla ahí, a la vista de nadie pero ella te detiene, aquí no.

Manejas con ella de copiloto y es ahora todo prudencia, estás arrepentido y quieres salir ahora que puedes. Pero no puedes. Ella no te toca, ves esos hoteles de paso, nervioso. Qué bueno que eligió su casa. Estás en el carril de en medio y de frente se acerca un camión, piensas podría ser buena idea. Abrir la puerta y oprimir el reset, excepto que no vuelve tu vida al inicio, o puede que sí, nadie ha regresado a desmentirlo, al mismo tiempo sería estúpido. Te interrumpe su voz ronca que te suplica mejor aquí, ya te quiero en mí. Te estacionas, ves carros, un hombre, dinero y ya están en un cuarto. Ella se baja las bragas frente a ti y te quieres inventar una excusa, la excusa perfecta: los preservativos. Le aseguras tu retorno, sellas el pacto con un beso y una caricia a su sexo. Corres al auto, lo enciendes y arrancas esperando a chocar muy pronto. La velocidad es buena pero no mayor a tu taquicardia. Te calmas y encuentras un teléfono público; de esos que todavía aceptan monedas. Hablas con tu chica y le dices que la amas (pues es ahora más cierto que nunca) estás tranquilo de escuchar su voz, es la cura, es la calma. Después te inventas un cansancio del trabajo, cuelgas y vas a la farmacia de al lado.

No sabes por qué, decides volver. Acabar con el deseo, hacer esto sin pensarlo, sin sentirlo, pero hacerlo con los sentidos. Abres el cuarto y ella está aburrida, ve la televisión con desidia. Luego su tono de voz seductor se vuelve suplicante, ya no es lo que era; la cargas y la llevas a la cama, la desvistes con furia, no quieres traicionar a tu amada pero prefieres hacerlo con el cuerpo que regresar a ella pensando en otra. Te vuelves dictador, director de la escena. Le arrancas el sostén y le bajas la blusa, descubres esos pechos ahora caídos, le bajas la falda mientras la besas. Te quita el pantalón y te sacas la verga, pones el condón y sin preguntar la penetras maquinalmente. Y te vienes, y se acuesta, y te lavas todo, esperando que con ello te limpies la mente también. Te vistes y sin disculpas o despedidas te vas, con el cuerpo maculado y la conciencia en calma, ignorando si el condón se rompió. Sales con la frente en alto, aunque sepas que todo eso, irá detrás de ti, a cazarte.

martes, 4 de septiembre de 2012

LA MEDIANA EDAD


¡Ding!¡Ding!¡Ding!

5 a.m. Apagar despertador. 05:05 a.m. volver a apagar despertador. Decirle a Lucía que ya voy. Incorporarme. Tallarme los ojos. Poner lente ¿dónde diablos están esos lentes? Lentes. Luz de buró. Prenderla. Apagarla porque le molesta a Lucía. De pie. Pantuflas, porque el piso del baño está muy frío. Pared, buró, buró ¡cajón! ¿Por qué nunca lo cierra? Buró, pared, baño. Cerrar la puerta. Prender luz. Entrecerrar los ojos. Tasa. Mear. Tirar cadena. Lavamanos. Agua. Agua a la cara. Los lentes, otra vez mojé los lentes. Abrir los ojos. Ver cara, cabello. Cada día que lo observo veo menos pelo. Tallar ojos. Secar lentes. Toalla. Quitar camiseta. Quitar trusa. Prender regadera. Entrar. ¡Qué fría está el agua! Champú. Jabón. Agua, sigue fría. Escuchar a Lucía. Ya voy. Que me escuche. Buenos días, Ramón. Buenos días, amor. Costumbres, ¿qué son hoy? Salir del baño. Que Lucía entre. Calzón. Calcetines. Pantalón. Camisa. Los lentes, esos mentados lentes. Abrir puerta ¡Está helando, ciérrale! Ya voy, dejé aquí los lentes. Frío. Rasurar. Abrir de nuevo la puerta y escuchar las quejas de Lucía, mucho frío, dice. Rastrillo. Crema. Rastrillo y crema. Cortada, sangre, quema un poco, cae sobre la camiseta, es interior, no importa. After shave, arde un poco más que la herida pero ha de desinfectar. Camisa, por fin, no se nota la mancha, no se pasa. 5:40 a.m. despertar a Lucy, Marcela y Pablo. No le quise poner mi nombre, es el más chico y aunque sea el único hombre (y espero que el último) sería demasiado egoísmo. Que el niño sea diferente, que sea su propio ser sin buscar ser yo, no que sea malo, sólo que no es muy prometedor. Tocar puertas, prender la luz del pasillo, sin ser tan militar, aparte que deben de aprender a levantarse siempre temprano, el pan no llega solo a la casa. Bajar a la cocina, tomar las naranjas, sacar el jamón, preparar el huevo, no importa si está muy caro, pronto el precio tendrá que bajar, hueveros abusivos, si supieran lo que sufrimos por su causa. Leche para Pablo, prender la cafetera. Antes hay que poner el filtro, poner agua en la jarra. Así estará caliente más antes.  Prender la estufa y sacar el aceite, ponerle poco, con que no se pegue. Primeras gotas de café, el aceite arde y el jamón está cortado. Aventar todo el huevo. En la tele están las noticias y se escuchan las dos regaderas, las niñas las comparten, no tenían que ser dos, pero Pablo salió hasta el tercer intento. En las noticias otro aumento a la gasolina, Loret de Mola sonriente como siempre, su auto ha de ser híbrido o también aumentó su sueldo. La leche para Pablo. Entra Lucía, hoy tiene guardia. Hace el jugo y lo cuela. Tin, el café está listo. Baja Lucy dormida, a sus 14 años llora por café, no sabe el mal que le hace, tómese su jugo y coma su huevito. Sí, papá. Siempre tan obediente, tal cual debe, para eso la de criado, buena mujer que cocine y obedezca. Aunque ésta todavía no agarra un sartén. Pablo ya está listo y despeinado. Lucy, peina a tu hermano. Lucía se va con su taza al baño de las niñas. Que ahora también están cerradas las entradas a las laterales, que agarre la central desde la glorieta de Lapislázuli. ¡Bendita mierda! Que regresa Lucy sola, ¿qué te dije de que peinaras a tu hermano? Mamá lo está peinando, me dijo que podía desayunar. Baja Marcela, hace un par de semanas que tuvo su primera regla, menuda molestia. Baja Lucía con Pablo, tan bien peinado y bien portado. Lo vas a hacer inútil de tanto que lo chiqueas. Está chiquito, todavía no importa, aparte ahí están sus hermanas. Ay no, qué flojera ¿Flojera qué? le digo a Marcela ¿Qué no te cuidamos a ti cuando estabas más pequeña? Sí, pero. Pero, nada.

6:30 a.m. Me lavo los dientes y estoy en el carro, está muy respondona ésta. Las noticias. A  esta hora no hay tráfico. Lucía quedó de llevar a los niños. Mañana me toca a mí, regularmente no me molesta llevarlos, lo que me preocupa es el tráfico, en el cual me veo atrasado, sobre todo cuando está la entrada del periférico; no pasa nada, hoy voy temprano y el día empieza bien, así ha de seguir. Un par de semáforos, vuelta a la izquierda, pongo flecha, se atora. Saco la mano. Lo malo es que no hay taller que abra los domingos ni después de las 6 p.m. y lo arregle rápido. No lo puedo dejar en la agencia porque sale muy caro. Paso un tope, la caseta de seguridad, muestro mi identificación y llego al estacionamiento. Tarjetón de horario, lo checo a las 7:15 a.m. y tengo tiempo de sobra para servirme otro café. No hay nadie en la zona común, estiro las piernas sentado en el sillón, miro el control de las horas. 7:30 a.m. Gómez. Martínez. Juan Manuel. Don Ramiro. Ni una mujer llega a tiempo, yo creo que no están hechas para esto, se deberían de quedar en casa si no pueden, llevan mejor la administración del hogar, les falta colmillo para esto. 7:55 a.m. Mi escritorio, prendo mi computadora. Abrir la lista de pendientes, hoy toca revisar el lote que terminaron ayer, siete mil microchips para sensores de movimiento. Tomar la lista. Prueba aleatoria por lotes de cuatrocientos y un último de doscientos. Uno, completo. Dos, completo. Tres. Cuatro. Cinco. Seis. Siete. Doce. Dieciséis. Veintiocho. Revisar la factura. Comprobar pago. Vaciar información. Sorbo al café. Imprimir reporte. Enviar copia a departamentos. Otra vez. Chips para sillas motorizadas. Revisión. Lote. Odiar este trabajo. Pegarme con una caja suelta. Reportar. Registrar. Hora de comer.

Cerrar los ojos.

Quitar los lentes. Tallar los ojos. No hay gotas. Celular. Contestarlo. Es la escuela, Pablo tuvo un accidente. Tranquilo, está bien. Hay que llevarlo a casa. Que vaya su mamá. No está en su trabajo Debe de estar asistiendo en operación. Urge que vayan por él, está muy alterado. ¿No hay una ronda que se lo pueda llevar? Tengo que hablar con el director. Un momento. Colgar. Marcar a Lucía. Suena. Silencio. Suena. Silencio. Buzón. Extraño. Hablar escuela. Pedir una hora. Pedir permiso en trabajo. Explicar al practicante los procedimientos consecuentes. Asegurar todo. Llaves. Carro. Seguridad. Identificación. Tráfico. Tráfico. Semáforo. La fila de camionetas en tercer carril con intermitentes de señoras que recogen del kínder de en frente a sus niños. Estacionamiento y oficina del director. Se peleó otra vez. Sangre en la nariz, está expulsado por tres días. Qué bueno que se defienda. Me dijeron que mi mami ya no va a vivir en la casa porque ya no te quiere y voy a tener otro papá. Y no es cierto. Qué bueno que les pegaste, hijo. Que aprendan. Ahora te dejo en la casa y esperas a que lleguen tus hermanas, porque yo tengo que regresar a la oficina. Pero tengo hambre. 3:20 p.m. llegamos a la misma hora que las niñas. Pedimos comida. Lavar mis dientes y regresar a la oficina, hace unos meses que no comía en casa. Marcar a Lucía. ¿Cómo que se peleo? Está suspendido por tres días, se va a quedar en casa. No, llévatelo al trabajo de castigo. Está bien, a ver si aprende algo. Hoy es libre, se lo ganó por defender el nombre de su familia. Carro. Otra vez atorada la flecha. Mano. Seguridad. Identificación. Tope. Estacionamiento. Ficha de horario. Revisar pendientes. Ya llegué, señor. El practicante tiene un ataque de nervios. Tranquilo, ahorita lo arreglamos. Revisar lote. Prueba aleatoria. Muestras. Vaciado en la computadora. Registrar anomalías. Beber agua. Siguiente lote. Revisar anomalías. Tres de cuarenta muestra con errores. Vaciado en computadora. Reportar anomalías. Beber agua. Pasar dos comprimidos. Resumen de actividades. Parte BD2 completa, problemas con número de parte C42A21, C834A7. Cerrar libros, salvar el documento, salvar respaldo de disco duro. Apagar computadora. Apagar ficha. Carro. Identificación. Seguridad. Tope. Tráfico. Un choque. Cambiar ruta. Tráfico. Semáforo. Vuelta. Callejón. Casa. Niños cenan cereal, yo también. Lucía llega hasta mañana a mediodía. Está bien. Cuarto. Cajón abierto, lo cerré hoy en la mañana. Etiquetas de ropa nueva. Calzones y brasier negros con motas blancas, borde rosa al final. De por sí, siempre está lleno el cajón. Dientes. Pijama. Dormir.

¡Ding!¡Ding!¡Ding!
Apagar despertador. 05:05 a.m. apagar despertador. Lámpara. Pared. Buró. Pared. Baño. Los lentes, luego. Regadera. Ropa. Barba. Lentes. Niños. Desayuno ¿Por qué Pablo no va a la escuela Porque se portó mal, acaben de desayunar. Dientes. Tráfico. Escuela. Tráfico. Semáforo. Semáforo. Flecha, atorada. Mano. Tope. Caseta. Identificación. Estacionamiento. Córrele, Pablo, que llego tarde. No chille, sea hombrecito. Te duermes adentro. Ficha registrada a las 7:50 a.m. Computadora. Pendientes. Diez lotes. Ahí duérmete. Prueba aleatoria. Muestras. Computadora. Reporte. Café. Café. Lote dos. No molestes, Pablo. Computadora. Reporte. Café. Hora de comer. Vente, Pablo. No vamos a casa, mamá está dormida. Comida. Agua. Dos comprimidos. Cállate, niño. Muestras computadora. Reporte. Marcar a casa. Lucía ¿Cómo te fue, mi vida? Bien, Ramón, gracias. Ella prepara cena. Mañana no está a mediodía, que Pablo venga otra vez. Pero cómo chilla. Porque lo tienes bien chiqueado. Está chiquito. Y qué, mañana te lo llevas. Pasado descanso, que se quede contigo. Trato. Adiós. Resumen. Ficha. Quitar los lentes. Apagar computadora. Tope. ¡Qué cansado! Carajo día. Identificación. Seguridad. Tráfico. Pablo llega dormido. Casa. Cena. Cierro el cajón. Dientes. Noche.

¡Ding!¡Ding!¡Ding!

Despertar. Pared. ¡Otra vez ese puto cajón! Baño y lentes, pinches lentes. En la oficina. Los de contacto. Baño. Vámonos, niñas. Pablo, tú también. Adiós, amor. Adiós Ramón. Así me dice ahora. Salimos. Pinches lentes de contacto. Escuela. Adiós, papi; sólo lo dice Marce. Pablo duerme. La direccional sigue pegándose. Saco mano. Tope. Caseta e identificación. Estacionamiento. 8:02 a.m. verifiqué tarde. A seguir trabajando. Computadora. Lote. Revisión. Pablo, estáte. Otra mierda de muestras. Reporte. Computadora. Segundo muestreo. Hora de comer. Hoy sí nos vamos a la casa. Caseta, identificación, tope. Poco tráfico. Vuelta. Incorporación. Claxon a lo lejos. ¿Para qué me enojo si el de la prisa es él? Papi, quiero ir a ese restorán. No, mijo, vamos a la casa. Motor acelerado. Ándale, papi. Claxon. No, te digo. Pero, papi. Las revoluciones fuertes. Está bien, pues. Direccional, ahora no se pega. Freno.  Tuerzo el volante. Sí papi ¡qué padre! Meto la mano. Claxon, rechinido de llantas, volteo, viene de frente. Acelero un poco. Vueltas, miles de vueltas. Pablo cálmate, no llores que todo está bien. Papi. Lágrimas. Todo da vueltas, el pecho me duele como si me hubieran enterrado un puñal. Papi. Silencio. Oscuridad.

Tin, tin, tin, tin, tin…

Ese sonido. Oscuro. Es el sonido de un… algo. Huele a muerto embalsamado. Tin. Tin. Pasos. Hojas que dan vuelta. Mi cuerpo. ¡Pablo! Abro un ojo. Todo es blanco. Un cuerpo de mujer vestida de enfermera. Se ven sus bragas. Negras con puntos blancos. Una mano llega a su trasero. Le baja ligeramente el pantalón. La orilla del calzón rosada. Aquí no. Qué importa, está dormido. Cierro el ojo. Oscuro. Silencio.

¡Ding!¡Ding!¡Ding!

¿Qué? Perdón, amor, no quité la alarma. Duérmete. Mi costado. Se mueve Lucía, no prende la luz. Es sigilosa. Yo llevo a los niños, me dieron chance en el hospital. ¿Pablo? No le pasó nada, está bien. Quiero ir al baño. Pared. El brazo izquierdo dentro de un yeso. Uso la derecha para caminar. Levantarse a mear, de los pocos placeres que tiene uno, para darse cuenta de que sólo vive para resistir puros embates de mierda, pero igual es una vida que he luchado para mantener. En la juventud veía claro el horizonte, ahora veo el pasar de los días, donde el límite está al final del día, lo único que importa más que trascender y todos esos juegos pueriles, es llegar al fin de semana, estirar los pies y sonreír porque hay comida en la mesa y una película en la televisión.