Creo que el solo
concepto de estar vivo y tener la mala fortuna de nacer humano te convierte en
alguien ¿o no? No sé si era una enfermedad común en el barrio eso de querer lo
mismo, pero algo era seguro: nadie sabía responder a la pregunta “¿haciendo qué?”
Creían que convertirse en esta criatura mística comúnmente conocida como “alguien”,
simplemente consistía en tener los mejores carros, las mejores drogas y las
mejores mujeres; en resumen, los mejores juguetes. De entrada, ninguno de
nosotros a esa edad sabíamos para qué eran las mujeres, pero como veíamos a Don
Cuco, el borracho de la tiendita (nunca andrajoso, pero siempre barbón) que se
la pasaba soñando en voz alta con Camila y que después del trance nos contaba
sus aventuras de “padrote” como dice; pues por eso pensábamos que era bueno tener
muchas mujeres. Sin embargo, lo que más nos hacía querer todo eso era cuando
llegaba Fernando, en sus camionetas negras y grandes. Desde que veíamos una
nube de polvo a lo lejos, sabíamos que Fernando traía su troca grandota con
rines plateados. Lo que más nos abría la vista era cuando Don Cuco, si estaba
despierto, se desvivía admirando la vida de ensueño de ese hombre de la
camioneta. Ira nomás, pinche Fersito que yo lo conocía de chavito y ‘orita los
viejorrones que trae. Aparentemente Fernando era el “alguien en la vida” de la
mayoría de los que vivíamos por ahí. Para un montón de chiquillos cuyas casas
tienen piso de tierra, o concreto cuando había suerte y cuyos papás si no
trabajaban allá en la ciudad se habían ido “al otro lado”, Fernando no parecía
un mal ejemplo. Pero Chuleta y yo qué sabíamos de eso a los seis años; él al
igual que yo no entendía lo que significaba el suceso de “ser alguien”; Chuleta
no sabía si ser futbolista encajaba en esa categoría pero él quería ser como
Jorge Campos. Es una pulga voladora, decían Carlos y Alejandro, los dueños de
la tienda. En los partidos de la selección, dejaban la tele prendida y que
entrara el que quisiera. Chuleta de verdad no sabía nada de futbol, ni podía patear
el bote de frutsi, pero creo que los colores del uniforme de Campos le hacían sentir
padre, como niño chiquito que era. La costumbre de ver los partidos ahí se me
convirtió en negocio porque el arrejuntadero de niños, más el volumen de la
tele me dejaban sacar chicles, unos mamuts, o si me iba bien, unas pizzerolas.
La tele estaba empotrada en una esquina, al lado estaba la torre de las paletas
y el mostrador, detrás del cual Alejandro se sentaba a jadear porque su obesidad
y nariz chata no lo dejaban respirar. Yo me metía entre los estantes de
aluminio azul y a la discre me llevaba lo que saliera. Era un sistema de poca
sofisticación, pero mucha elaboración. Como las papas y los chicles siempre
estaban en el estante de en frente, yo llegaba, agarraba las cosas y las dejaba
en el fondo, junto al papel del baño o detrás del aceite. Como Alejandro era
muy flojo no las movería. ‘Ora chamaco ¿te vas a comprar algo o no? Me llevaba
lo que quería atrás, justo una hora antes del partido. Finalmente agarraba algo
y lo llevaba al mostrador ¿Cuánto cuesta éste? ¿Y éste? ¿Y el otro? En el punto
que mi curiosidad y ojos de hambriento lo hartaban, me iba. Ya después antes
del medio tiempo (Chuleta y yo éramos los primeros en llegar) hacía mi jugada.
Era más seguro cuando jugaba la selección, a veces lo intentaba en los juegos
de las chivas pero era más arriesgado, no había tanta gente.
Empezamos a ir a la
primaria que quedaba bajando el cerro. Chuleta y yo íbamos en el mismo año, así
que entre nosotros hicimos nuestra bolita de amigos. Naturalmente, casi todos
querían ser futbolistas y había uno que tenía pelota. Jorge se creía mucho pero
sólo lo trataban bien porque tenía el balón. A mí, el robo de chucherías de la
tienda nunca se me había pintado como un negocio más allá, pero Chuleta
insistió que si vendía las cosas más baratas, ganaríamos algo de dinero pero
¿para qué quería yo dinero? ¿Para comprar lo mismo que me robaba de la propia
tiendita? No me parecía muy inteligente, así que yo robaba lo de siempre y le
compartía parte del botín a Chuleta. Su verdadero nombre es Juan pero en la
escuela le pusieron así por sus orejas enormes y en forma de alerón. Uno se
esperaría algo más típico como “Dumbo” o “Chore”, pero acá tenían colmillo para
los apodos. A mí no sabían qué ponerme, así que me quedé con Cacho, mi
apellido. A la escuela ignorábamos a lo que íbamos, excepto a platicar y a jugar futbol en el recreo y
luego sentarnos a hablar mientras el profesor mal que bien no intentaba enseñar
algo; a pesar de todo, nunca nos decía nada. Eh, Chuleta, cállate no seas
payaso. Yo no dije nada, profe. El civismo es entonces la ciencia que;
apláquense, chamacos. Y nos calmábamos, o fingíamos hacerlo. Entre nosotros
había más niñas, pero eran una materia desconocida, eran como los niños, pero
iban a baños diferentes y no usaban pantalón. Frágiles pero bien mentirosas.
Había una que me hablaba bien porque llevaba papitas. Ándale, cachito, dame una
papita, no seas malo; al cabo tú eres rebueno. Y así le daba unas papas a
Florencia aunque no me gustaba compartir. Pero nomás no traía nada y ni “hola”
me decía. Pasaron unos cumpleaños y otros días así, entre balones, papas y
chicles robados.
Un día sin lluvia, pero con
mucha nube, nos pusimos a jugar futbol. El profe Eduardo se había enfermado y
no había sustituto; nadie se quería regresar a su casa, mejor quedarse jugando
fut. Jorge no quería prestar su otro balón nuevo que porque ya le habíamos
volado dos balones y que éste también. Después de rogar, cedió. Pero yo soy el
capitán de mi equipo. Sí, Jorge, ya escoge. Ese día, hasta ahora me queda en la
mente como algo especial, había un aire que me decía que esto era especial.
Cuando lo recuerdo, todo se vuelve onírico: De repente todos éramos tan buenos
como los Supercampeones y las nubes en vez de tener el gris aburrido usual,
para mí eran negras y amenazantes, con relámpagos que se ramificaban a través
del cielo y enredaban con sus espinas los nubarrones a punto de estallar en una
tromba. Mi misión residía en defender nuestro terreno polvoroso del diluvio que
acabaría con todos nosotros; sin embargo lo que yo más temía era la vida de
Chuleta y de mi madre, pues no sabían nadar. Qué digo ¡Yo tampoco sabía nadar!
Comenzamos a correr entre tornados, algunos seguían la pelota, mientras que
había otros construyendo fuertes en sus porterías; nuestra tierra sólo tendría
oportunidad de mantenerse seca con la condición de que dejáramos la piel por el
futbol, ganara quien ganara. ¿Qué podíamos hacer con ocho años? Sin duda no nos
compararíamos con Jorge Campos o Ramón Ramírez, al lado de ellos nosotros
éramos cabras persiguiendo comida. Pero no fue simple como eso, al menos no
para mí. Llegó el balón a mi pie, al tocarse pareció se besaran, saludándose
cordialmente, el inicio de un baile cómoda, amigos de hace años. Sentía yo un
deseo de moverme ágil, ser como aquellos jugadores de Brasil que al correr
bailaban. Mi cuerpo era todavía torpe, mi imaginación dictaba movidas
fantásticas capaces de simbrar la tierra, de ordenarle al cielo parar su
amenaza; mis pies se atoraban, pero eran suficientes para engañar al contrario.
Así pasé a Jorge, corrí al través de Yovani y dejé a Camilo parado; detrás de
mí sabía que estaba Chuleta, si mi plan fallaba ya cubrían mi retaguardia. Sin
vueltas, ni tapujos, llegué a la portería rival, con barricadas gigantes y un
guardia imperante, entonces en un beso de despedida, mi derecha volvió a tocar
el balón, pero no fue algo definitivo, porque sabía que un día volverían a
danzar: tiré un trallazo que Rafita no pudo parar, fue un sentimiento que tardé
en asimilar y vi por detrás de mí a todos, que no se podían explicar nada.
Cacho metió gol solo, el cielo lo celebró con un llanto severo que al mojarnos
nos recordó que no éramos guerreros, sino niños divirtiéndonos entre tierra y
unos postes de aluminio.
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