Es un momento
que no se decide entre lo tráfico y lo bello. Cuando ella llega y al mirarte a
los ojos, ya sabes que es tuya. Pero no es tan sencillo, ella no es una
cualquiera y te lo hace saber. Quisiera hablarle de ti, evitar que me seduzca,
pero hay un deseo en mí y un control en sus ojos de medusa, que me evitan la
verdad, aunque tampoco pronuncio mentira alguna. Probablemente se seguirá
acercando, te conocerá y te alabará, pero por la espalda me intente conquistar,
aunque esto es cavilar de más. En mi taciturno andar, mi seca respuesta y
sonrisa escondida, ella desaparece. Merodea entre pasillos, puertas y baños,
quizá jugando, posiblemente existiendo por su parte, en otro lado. Como nada
pasa la primera parte de la jornada, llega el tiempo de la comida, jadear un
poco con cada deglución, insistir en el silencio y evitar el contacto visual
con ella.
Me siento en la
mesa, con mi comida, de mi lado, solo. Entra ella, contoneándose sin prejuicio
de su cuerpo y elige el lugar que está del otro lado de la mesa, pero no al
frente mío. Así como si nada se levanta por algo, pasa por mi lado y como sin
querer su cadera roza tu hombro. Voltearás un poco, pues te acaba de increpar
con su pierna. Respondes al llamado y justo ese día tenía que llevar la falda
roja que le dibuja el vientre y redondea sus nalgas como una jugosa manzana.
Como un corazón latente, por el cual pasan todas las arterias y venas llenas de
plasma, de glóbulos rojos. Ese instante, que parece durar una eternidad te avergüenza,
tu conciencia te humilla y verificas rápidamente si no has sido descubierto en
el delicioso delito de mirar. No, su cola de caballo se menea y salta alegra, cadenciosa.
Vuelves a tu comida que ahora es insípida en comparación a tu ritmo cardiaco.
En ese momento piensas en ella y las explicaciones que debes de dar ¿Tiene que
acabar este juego? Fatídicamente estás seguro que todo se caerá y el resto
terminará por suceder. Sin ser creyente, te remites a lo que conociste en tu
infancia y te preguntas cómo le hizo José para no acostarse con María. Era su
esposa, al fin de cuentas. Tu duda es más terrena ¿cómo hizo para no irse con
otra? Es probable que la costumbre le ganó a las agallas. También miedo; yo tampoco
me metería con la mujer del señor que envía los rayos desde el cielo. Te metes
tu pedazo de ensalada en la boca, masticas lento, pasivo y perdido. Eres un
desperdicio de hombre y paradójicamente estás llevando esa potencia al máximo
acto. Eres y sufres la transformación que conlleva ser. Las manos te sudan, el
corazón te palpita acelerado, tus papilas gustativas se secan y todo lo que
está en contacto con una superficie excreta sales en forma de líquido. Lo mejor
es tu cerebro que en este proceso da toda la vuelta por las preocupaciones,
estimaciones y limitaciones para llevarte a la contemplación de ti mismo y
pensar en paralelo que te estás dando cuenta en tu reflexión que estás
pensando; pero no sabes qué estás pensando. No lo dices ¿a quién sino a ella
que tienes en frente, justamente después de haber tomado asiento? Su blusa de
algodón y nylon rayada de negro y blanco deja entrever la conjunción de sus
jugosos senos. No son grandes pero tampoco pequeños; se ven llenos de un néctar
divino que por necesidad espiritual (o animal, ya no sabes) debes extraer. Es
violento pero a la vez romántico; tienen la medida perfecta para caber en tu
mano y su silueta adivina una forma para saborearlos, lamerlos, arrancarlos y
ella te ve a la cara. Quizá, si no estuvieras atado, si no tuvieras un
compromiso por cumplir con aquella otra mujer que llegó primero, puede que en
vez de voltear a la cara y engullir casi hasta el ahogo, la vieras de regreso a
los ojos para regalarle una sonrisa cómplice, seductora.
Ahora no puedes
terminar de comer porque ella ya sabe que la viste y te tiene pendiendo de una
correa. Sólo basta apretar el cuello e irás en la dirección que te indique.
También crees eso y en lugar de usar una estrategia eficiente para alejarla,
tomas el resto de tu plato y comes impacientemente mientras te pones de pie
aunque no hayas terminado aún. Huyes porque hoy dejaste las garras en casa, con
tu novia. Quieres verla, pedirle el valor de amarla y las armas para ignorar a
tu pene, que ahorita piensa más que tú. Dejas tus trastes sin lavar y escapas a
tu pequeño cubículo. Te pones a escribir frenéticamente todos esos reportes
atrasados y ¡llega ella! ¿Qué hace tan rápido tras de ti? No puedes sostenerle
ni una mirada, te pegas al ordenador y escuchas aquello que esperas sea una
duda del trabajo. No lo es. Dice que es una cuestión personal y sólo a ti te
tiene confianza ¡Entre toda esta gente! Hay más de una docena de mujeres en la
oficina y sólo confía en ti. Te das cuenta que el protocolo social en estos
casos indica que la mires a los ojos. A
esos ojos azules que de un modo te recuerdan a la chica que espera que le llames,
todos los días. Te confiesa su amor. Su amor por otro. Te relajas, por un
momento tu paranoia te indica que podría ser una indirecta, pero tu ego ya te
ha ganado antes, sabes (y esperas) no ser tú. Escuchas cual idiota cuando sabes
que quieres verla callar, morderse los labios de pasión carnal con su pecho
desnudo bajo el tuyo y su espalda a la merced de tus manos. Otra vez estás
perdido en su cuerpo, sus piernas largas, sus caderas bien torneadas y sus
senos perfectos. Luego regresas a su cara mientras tragas arena. Temes la
delación de tu pubis y cruzas las piernas fingiendo estar interesado. Suelta
una lágrima y se la limpias con la mano, la abrazas y la besas en la frente,
todo por un reflejo afectivo que te gana. Te tilda de amigo comprensivo y te
dice un ‘ojalá fueras tú’ que sabe a ‘eres tú en realidad’. Sigues bajo la hipnosis
feromónica y mientras se va vuelves a ese trasero tan suplicante de sexo, de tu
sexo. Sigues, hasta que por algo se para, tienes la misma reacción tonta de
antes, pero ahora te topas con su mirada; te declaras culpable cuando ella
levanta un hombro, se pasa la mano sobre la oreja y te sonríe con los ojos. Tú y ella deciden, sin decirlo, que habrán de de
ser mutuos en algún momento. La evitas, te encierras, sudad. Todo fue una
trampa, una vil treta para seguir el camino que ingenuo creías poder evitar.
Presionas las teclas. Tac, tac, tac, tac. No bebes, apenas respiras y procuras
pasar saliva por el resto del día. Consultas el reloj en tu mano, el de la
pared y el de la computadora. Tac, tac, tac, tac. Quieres evitarla. Ya casi es
hora de salir y tienes la posibilidad de salir limpio, de ir a refugiarte en tu
novia, en ella que desde antes te ha querido.
El nervio te
hace olvidar marcarle, así como dejas el celular en la oficina ya cerrada. No
importa, no quieres el riesgo de encontrarte con su falda roja, caminas con
prisa a tu auto sin despedirte de nadie. Estás a poco más de diez metros de
llegar a tierra segura, de escapar y escuchas tu nombre. Viene de esa voz sin
melodía pero con un tono un poco raspado, sensual. Ahí estás, al lado de tu
carro, listo para irte y se cuela entre ti y la puerta. Se miran a los ojos, te
pregunta tus planes inmediatos y de ti sólo viene lo mismo. Te invita al cine,
lugar universal para tocarse en los asientos de atrás. Por fin reaccionas bien
y le dices que quedaste de ver a tu novia. Ella actúa normal, no le molesta.
Será para otra ocasión. Y se despiden. Acercas tu cuerpo despacio, no quieres
tocar pero tu brazo ya rodea su espalda. Tus yemas recorren los centímetros de
tela pasando por un brasier mal asegurado. Ella se sabe, se quiere tuya. Es
este el momento. Se deja acurrucar bajo tu brazo, se acomoda perfectamente y
antes de acercar su mejilla a la tuya contonea la falda hasta que se recarga en
tu pantalón. Desde que levanta la cabeza para despedirse apunta sus labios al
frente, sin insinuar nada pero sin esconderse. Tú, como sin querer, besas
derecho, si no la tendrás no te hará daño probar un poco. La besas ahí donde
usualmente va el cachete y las comisuras de sus labios. No sabes si es tu
imaginación, pero sientes humedad en la boca, un resquicio de su lengua. Lo
disfrutas y también sacas tu lengua, esperando tocar la suya. Por un momento
mínimo, listos para comerse en serio, rozan sus narices y se ven a los ojos.
Los abre grandes mientras su otro brazo se cuelga de tu cuello y tu mano los
hace juntar los ombligos. Todo ha sucedido, se besan sin control, suben al
auto. Se besan mientras alcanzas sus bragas, ella roza tu miembro con tu mano y
lo aprieta. Su humedad te da ganas de penetrarla ahí, a la vista de nadie pero
ella te detiene, aquí no.
Manejas con
ella de copiloto y es ahora todo prudencia, estás arrepentido y quieres salir
ahora que puedes. Pero no puedes. Ella no te toca, ves esos hoteles de paso,
nervioso. Qué bueno que eligió su casa. Estás en el carril de en medio y de
frente se acerca un camión, piensas podría ser buena idea. Abrir la puerta y
oprimir el reset, excepto que no vuelve tu vida al inicio, o puede que sí,
nadie ha regresado a desmentirlo, al mismo tiempo sería estúpido. Te interrumpe
su voz ronca que te suplica mejor aquí, ya te quiero en mí. Te estacionas, ves
carros, un hombre, dinero y ya están en un cuarto. Ella se baja las bragas
frente a ti y te quieres inventar una excusa, la excusa perfecta: los preservativos.
Le aseguras tu retorno, sellas el pacto con un beso y una caricia a su sexo.
Corres al auto, lo enciendes y arrancas esperando a chocar muy pronto. La velocidad
es buena pero no mayor a tu taquicardia. Te calmas y encuentras un teléfono
público; de esos que todavía aceptan monedas. Hablas con tu chica y le dices
que la amas (pues es ahora más cierto que nunca) estás tranquilo de escuchar su
voz, es la cura, es la calma. Después te inventas un cansancio del trabajo,
cuelgas y vas a la farmacia de al lado.
No sabes por
qué, decides volver. Acabar con el deseo, hacer esto sin pensarlo, sin
sentirlo, pero hacerlo con los sentidos. Abres el cuarto y ella está aburrida,
ve la televisión con desidia. Luego su tono de voz seductor se vuelve
suplicante, ya no es lo que era; la cargas y la llevas a la cama, la desvistes
con furia, no quieres traicionar a tu amada pero prefieres hacerlo con el
cuerpo que regresar a ella pensando en otra. Te vuelves dictador, director de
la escena. Le arrancas el sostén y le bajas la blusa, descubres esos pechos
ahora caídos, le bajas la falda mientras la besas. Te quita el pantalón y te
sacas la verga, pones el condón y sin preguntar la penetras maquinalmente. Y te
vienes, y se acuesta, y te lavas todo, esperando que con ello te limpies la mente
también. Te vistes y sin disculpas o despedidas te vas, con el cuerpo maculado
y la conciencia en calma, ignorando si el condón se rompió. Sales con la frente
en alto, aunque sepas que todo eso, irá detrás de ti, a cazarte.
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