Es un fondo
oscuro. Está Arturo, tirado en esa esquina, se lamenta, se queja, se cuestiona
y sufre. No es así porque tenga unos días ahí, donde llegó por casualidad, pero
no tanta. Él sabe que es menos la casualidad y más la culpa, por eso llora así,
en silencio. Es la esquina de un departamento oscuro, olvidad y húmedo, un solo
cuarto con colchón, todo nuevo, pero desierto, que no se puede mover.
- Son las tres
de la tarde, no deberías estar aquí – Me dijo Camila, una prostituta de alto
nivel, les llaman escorts, creo. Me
tenía lástima, no aceptaba mi dinero por amor. Nunca supe lo que quería, ni
siquiera si disfrutaba mi compañía o el sexo conmigo. Debería de ser lástima. –
Lo sé, pero me quema. No tendrás una infección. No, me queman las ganas de
estar contigo. – Se quedó callada. Yo no tenía dinero, pero Camila había
crecido en mí como una adicción, me urgía cogérmela. Pero eran las tres de la
tarde. Ella tampoco debería estar aquí. Hermosa como era me tomó del pantalón y
me jaló a un cuarto sucio. Se arrancó la blusa y pude admirarle sus grandes y
hermosos pechos bajo su brasier gris. No sé por qué estoy tan excitado. De
pronto me bajo los pantalones sin pensar y ella mete su mano en mis calzones.
Ya la quiero. Pero aprieta. No dice nada, sólo acaricia fuerte. Dolor y placer.
Sigue hasta un ligero rasguño que tomo como jugueteo. Aprieta más fuerte ¡Es
horrible! ¿Qué fue de nuestros momentos de pasión? Grito. Ella para. – ¿Tú le
dijiste dónde vivo? Se lo llevaron, idiota, todo porque no te aguantas y no te
puedes hacer ni una puñeta solo. – ¿Se llevaron, qué?
¡Román! ¡Se han
llevado mi única esperanza! ¿Qué maldición mayor merezco de Dios para perder lo
que me importa? Es porque soy una puta ¿verdad? Creo ser de las pocas que no
disfruto cogiendo por dinero y de repente, ¡te lo llevas! Suena el teléfono. –
Está en la zona industrial, ahí donde te llevé la última vez. – Cuelga. Malditos
hombres, no pueden dejar su instinto de posesión y quieren ser dueños de todo.
Le di la
pistola. Mi papá no la usa desde hace unos años, dudo que sirva. Suena mi
celular. – No tiene balas. Lo sé. Te veo afuera en cinco minutos. Pero. –
Cuelga. No me da tiempo de contestar, al menos creo que no me matará a mí;
espero, yo no me llevé a su hijo.
- Tú vas a
llevarte a Román, lo vas a traer al carro y ahí me esperas. – Eso me dijo
Camila, su olor es casi tan alucinante como su dolor, su furia. Es una criatura
exquisita. ¡Dolor! No puedo mover ni un músculo. Así se han de llevar las
putas, con pistolas de electrochoques. Supongo que son muy desconfiadas, tiene
razón en serlo conmigo. Avanza el carro, pasamos fragmentos de ciudad, hay
luces, túneles, de repente hay autos y de repente no. Creo que salivo. Babeo.
Beh. Un elefante se colum… más autos, menos luces. Puedo mover la mano. Está
oscuro. Camila me apunta, terrible y hermosa. El cañón está en mi sien. Un
lugar en sombras. Un edificio lúgubre sin ventanas ni esperanzas, así triste
como la gente que no ha comido ni dormido.
Es peor que el sentimiento de la noche. A la noche no le temo.
- Ve por Román, yo te alcanzo. Si no está,
salte. – Camino por pasillos olvidados, puertas sin terminar y pisos sin pegar.
Nada está rayado, simplemente está abandonado. El final del laberinto, los
lloriqueos mudos de un niño.
Si por él te
perdí, por él mismo te voy a recuperar, aunque le cueste la vida. Es estúpido,
pero es como mi esclavo. Es mi súbdito; todo sea por sexo, qué estúpido se
convierte el hombre cuando le encuentran su punto. Pero tú no serás así, Román.
Tú serás distinto. Bajo del auto. Pasan diez minutos. Corto cartucho, “clinch”,
como sea es un sonido aterrador. Este lugar me da asco. Me molesta tener que ir
con este pervertido tétrico. Román sigue en mi pensamiento. Sin tacones, no
vaya a pensar que vengo a ganarme su corazón, bastardo hijo de puta. Una puerta
vacía. Dos. Cinco. En el fondo hay dos sombras bajo una tenue luz amarilla.
- Ahí estás, Donatela. ¿Donatela? Cállate,
Arturo, llévate a Román. – Ese puto degenerado no lo suelta.
– Pero ¿por qué? este niño es de los dos.
Déjalo aquí, que nos vea como familia.
- ¡Llévatelo,
Arturo! – Me tiembla la mano. Lo agarra de su cuellito, pobrecito. La pistola
pesa el doble, pero ese degenerado se mantiene ahí. Arturo se mueve, Raúl
también, Román suelta lágrimas, grita. Cierro los ojos. Clinch.
No sé qué estoy
haciendo en este lugar. Ni sé por qué llegué aquí; un hijo que no es mío,
Camila que casi me despelleja y un degenerado que se quiere emparentar con una
prostituta a fuerza de amenazar a su hijo con un cuchillo en la garganta. Todo
es lento, pero veloz. Camila en su terrible necesidad maternal saca la pistola de
mi padre ¡de mi padre! No se da cuenta y grita. Grito horroroso de muerte. El
hombre cierra su mano sobre el cuello del niño, veo a los ojos de Camila que se
cierran. Todo es caos. Acerca el cuchillo. Me lanzo sin idea hacia el hombre. ¡Bum!
Román llora más fuerte, grita ¡Bum! Berreos y gritos del hombre ¡Bum! Piso ¡Bum!
Dolor. Silencio.
Ahí está
tirado, lloriquea Arturo porque tiene al menos dos litros de sangre bañándole
la cara. Gritonea peor que Román, él es hombre a sus pocos años. Arturo chilla
porque no siente las piernas. No tiene odio, no tiene angustia, no sabe lo que
es matar. Aún así me dio la pistola; Román está muy callado. Romancito de mi
alma; mi luz. Puto Raúl degenerado. Pero ya no te hará daño. Todos están
callados, nadie te va a lastimar. Ahí en la oscuridad en la que sufre Arturo
por no volver a caminar, grita como apagado, no sabe apreciar, que al menos, él
todavía puede respirar.
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