lunes, 8 de octubre de 2012

ALGUIEN EN LA VIDA (PARTE 3)


Cuando regresamos a su casa la comida ya estaba lista y su mamá ni saludó, estaba muy arreglada, tanto como se podía estar en la colonia. Ahí está la sopa y la carne, no comas nomás carne eh, que las verduras son buenas también. Le dio un beso en la frente y se fue ¿Desde hace cuánto que tu mamá te deja solo en la tarde? Tendrá una semana, no sé ¿por?, Nomás se me hace raro porque mi mamá nunca me deja solo ¿trabaja más tarde? No sé, sentenció finalmente mientras levantaba los hombros. No supe si sentarme o ayudar a servir; más que el hambre lo que me desconcertó fue la actitud de su mamá. Una señora con hijos no los deja solos, están en peligro de ellos mismos. Chuleta tomó todo como lo haría su madre y sirvió dos platos hondos de sopa, puso dos cucharas en la mesa, sacó las servilletas y la sal. ¿No vamos a tomar nada? Ah, de veras, me dice y saca de la alacena los vasos más extraordinarios decorados del mundial de Francia 98 y Coca Cola; el mío tenía la mascota, que no sabía qué era con precisión, pero se parecía a algún personaje de Plaza Sésamo. Puso la coca en la mesa y la sirvió helada. Su mamá cocinaba muy mal, por eso Chuleta le ponía tanta sal a todo. Lo único que me gustó de la sopa fue que tenía papa, pero había otras cosas como la zanahoria que me sabía horrible.

Todo eso, como el recuerdo, se me escapa rápido y me acuerdo mejor de las horas que nos vimos sentados en la televisión con el especial del partido pasado contra Bélgica y el golazo que nos alcanzó para el empate. Eran ilusiones que revivíamos gracias a la tele grandota que se abría camino en el pasillo que de un lado daba a la puerta del cuarto de la mamá de Chuleta y de frente al suyo. Ese día no nos peleamos por nada, excepto por cuándo íbamos a abrir las papas; total, él sería Jorge Campos, yo sería el Temo Blanco, qué importa. Después de unas horas viendo a Ponchito y Brozo hacer quiénsabe cuántas bromas en la tele logré convencer a Chuleta de que abriéramos una bolsa de papas, al cabo nos esperábamos hasta la noche para abrir las pizzerolas grandes. La tele ya no caminaba, era lo mismo la repetición de los mismos goles y los anuncios del partido que seguía, a transmitirse a las seis de la mañana “por el canal dos”. Se me hacía cínico cuando decía “espéralo”. No estaba haciendo más que esperar. De esperar así me comencé a cansar en un momento en que al darme cuenta que Chuleta no estaba siquiera al lado de mí en el sillón, yo también me fui a la cama dejando el piso repleto de morusas y la bolsa tirada al lado de los palitos de paletas. Cuidadosamente empujé a Chuleta a ver si se despertaba. Nada. Tenía un reloj de plástico sobre un mueble de madera mal laqueado, usado. El reloj tenía tres manecillas, dos negras y una roja. La roja la puse entre el cinco y el seis, ignoraba cuándo eran las 5:30 pero la mitad me pareció prudente. Antes de empujar con todas mis fuerzas la roca en que se había vuelto Chuleta escuché unos ruidos raros. En la colonia nunca se escucharon historias de ladrones o de niños desaparecidos, pero uno siempre tiene miedo. Me aventé como pude a la cama y jalé con todas mis fuerzas la cobija a la que tanto se aferraba Chuleta, no me alcancé a tapar la cara pero cerré los ojos muy fuertemente en la espera de no volver a escuchar nada; no sabías cuando el diablo venía a jalarte los pies por haber visto tanta televisión. Por eso mi mamá decía que no teníamos tele, no fuera a ser que el chamuco viniera por nosotros o se nos friera el cerebro. Yo sabía que no teníamos tele por pobres. Al menos las prioridades de mamá estaban en su lugar. Antes las ventanas que una telesota. Vuelvo a escuchar otros ruidos más fuertes. Me quedé aferrado a mis párpados duramente cerrados. Más ruidos perturbadores. Cubiertos mis ojos por las manos, no sé si por coraje o curiosidad, moví un índice y abrí el ojo izquierdo. Descubrí entre las penumbras la puerta vacía que daba a una pared de concreto sin pintar, pocas casas se pintan por dentro aquí, aunque de noche no se distinga. Me dije que era mi imaginación y cerré otra vez los ojos. De pronto unos pasos atacan mi sueño, me hago el valiente de nuevo y a través del vacío que me dejaba ver mi posición pude ver las piernas de la mamá de Chuleta caminar muy decididas a su cuarto. Tranquilidad, no es más que la persona que por derecho tendría que llegar aquí eventualmente. Se me había olvidado que en nuestro periplo televisivo nunca la vimos regresar. Ta con calma en la mente cerré los ojos mientras alcancé a ver que una mano acompañaba la pompi de la mamá de Chuleta. O quizá fue una sombra que se dibujó así, por mi imaginación tan miedosa.

Es muy tranquilo; beatitud cuando despertamos sin que nadie llegue a decirnos que hay que ir a la escuela. Me siento un poco sudado, pero bien. Me doy cuenta que estoy en una cama extraña, con el azul grisáceo que se mete por las ventanas justo antes de los primeros rayos directos del sol. Me estiro. La cama, vacía. Al despertarse, mis oídos escuchan un rumor de frituras triturándose, luego el burbujeo de gas. ¡El partido! Volteo al reloj que ya marca las siete con sus manecillas negras; es verdad, de algo me he perdido. Intento correr pero no necesito, el sillón está a dos pasos. Sobre de él se extiende toda la persona de Chuleta con sus piernas largas y orejas grandes, en la televisión se anunciaba un panorama sombrío: Holanda ya iba dos a cero sobre México. Chuleta se veía apaciguado. El canal 2 pregonaba que estábamos lejos de equipos grandes como Holanda con su Bergkamp, Davids, con Cocu que metió el primer gol y el otro que no me acuerdo cómo se llama, pero también metió gol. Todos los comentaristas pretendían ser prudentes pero se les escuchaba el sabor a derrota, de seguro ellos ya habían vivido otro mundial igual. No recuerdo a nadie, ni a Don Cuco con lo viejo que es, haber platicado de tiempos buenos de la selección, la costumbre era perder. Entonces comprendí la mirada pasiva de Chuleta; eran esos ancestros esparcidos en su sangre que le reclamaban por haber perdido, pero al mismo tiempo sólo les quedaba esperanza, de esa que sólo espera milagros porque no hay nada más en sus manos, que el vacío.

Chuleta, con el letargo que la hora ameritaba, me hizo espacio en el sillón. No sé si triste, pero me acomodé igualmente derrotado. Nosotros, ahí en ese mueblecillo desgastado, éramos el reflejo de nuestro equipo, quizá de todo el país. Párpados caídos por el cansancio y hambre, clavados en la televisión sin futuro claro, pero sin otra cosa por hacer tampoco. Fue doble decepción para mí, no sólo me perdí la mitad del encuentro, sino que también llegué con un equipo perdido. Inició el segundo tiempo, en la tele y en ese pasillo reinaba el silencio. Sí escuchábamos los comentarios, pero a volumen bajo, no se fuera a despertar su mamá. Tocan el balón los mexicanos de Claudio a Carmona, de Carmona a Aspe y luego Davids intercepta para dársela a Cocu, que por suerte la perdía atrás. Por ahí un pase, desvía Cocu de nuevo y ¡se acerca peligrosamente a la portería! Defensa terrible, pero Campos aseguraba que se mantuviera fuera. Un nerviosismo que nos pedía gritar, era imperativa la prudencia. De a poco México comenzó a tornarse color milagro. Por izquierda desbordaba el Matador, en medio se discutía Peláez con Blanco. Si íbamos a ser alguien del juego, yo ya no quería ser el Temo. Sentía con cada llegada que el corazón se me aceleraba con un tiro del Temo. Luego un cabezazo de Peláez. Ni Chuleta, ni yo, ni los holandeses sabían de dónde sacaban futbol estos hombres vestidos de blanco. Entre las acciones, nervios, pases fallidos, tiros, encontramos algo que en vez de tener a Chuleta desparramado y a mí embarrado al sillón, nos hizo adoptar una posición seria. Los dos nos sentamos, nos inclinamos hacia el televisor y pusimos los codos sobre las rodillas, algo estaba por suceder. Entonces desborda Holanda en un ápice de brillantez de Davids, pero antes de asustarnos está Campos; pequeño al lado de esos gigantes, en realidad hasta en México parecía chaparro. Así continuó, con muchos deseos e intentos de tirarle al portero holandés, pero nada. Llegó un tiro de esquina para México. En las jugadas de balón parado siempre nos ponemos nerviosos, más con que la selección iba para arriba. Germán Villa se preparaba para tirar, se perfila y manda la pelota al centro. Parecía pasado pero se elevó Peláez, le pega de cabeza, rebota en el piso, no sé quién se avienta y ¡Gol! Chuleta y yo gritamos de emoción, nos paramos y nos abrazamos por el resultado de tanta lucha, tanto ímpetu; de pronto escuchamos la puerta del cuarto de su madre retumbar. Nos callamos y continuamos viendo sonrientes la caja de luz, que ahorita nos daba alegrías. México se fue hacia adelante; era como si todas esas esperanzas que teníamos le dieran fuerza y habilidad para sorprender a los holandeses. No pasaron tres o cuatro minutos que el Matador desbordaba por izquierda con algunas bicicletas finteras que no se creía nadie, pero que con velocidad llegó un centro y luego nada. Holanda respondió inmediatamente. Teníamos el corazón retumbando cual tambor desesperado. La recupera Campos y el árbitro lo para antes del despeje. Volteé a ver a Chuleta, él tampoco entendía por qué el árbitro lo paraba, que porque había caminado mucho con el balón, decía el Perro Bermudez en la tele de volumen bajo. Sucedió lo más raro, los puso a tirar desde el área grande, pero no era penal, había defensores y todo ahí dentro. Era tan injusto y estábamos enojados. Al menos yo, puede que Chuleta también, pero el silencio impuesto por el sueño de su mamá nos limitaba la comunicación. Se acomodaron los holandeses muy contentos, México organizado  y en el pasillo de la tele, nerviosos. Otro gol era una tumba, sin mundial para nadie; se quedaron parados unos segundos con cara de horas, luego tiran, rebota, tira de nuevo y Campos seguro como ninguno. Ese pequeño susto parecía no echar atrás a los de blanco, seguían llegando, mandaban centros pero nada. Pasaron los minutos en intentos fallidos. Ya estaba por morir el partido, quizá quedaríamos fuera, quizá. DE pronto un pase largo, después de madia cancha, da con una cabeza y sigue avanzando, el Matador lo lleva en los pies, se pelea la bola con otro, se va a la izquierda y cayéndose patea el balón para ¡Gol!¡Gol! Ahora volvimos a gritar como locos sin importar que se enojara su mamá, empatamos y habría más mundial para México. Don Cuco tendría razón, quizá. Se abre la puerta y nos pasmamos, pero de ella no salió la mujer que es su madre, sino un hombre medio fornido pero un poco gordo. Cállense chamacos. Más que sorprendernos su torso desnudo y peludo, nos asustó que fuera un hombre el que saliera; más aún que fuera el de las trocotas grandotas, Fernando. 

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