miércoles, 15 de agosto de 2012

¿ALGO QUE LE HAGA FALTA?





Estaba ahí. Un restaurante de lujo, para mí. La veía llegar, siempre elegante, en sus cabellos negros, vestidos coloridos y su novio llamativo. Quisiera estar con ella en silencio. Algunas tardes vienen, ríen y se van por la noche. Ríen o parecen hacerlo. No sé si es amor o será la soledad, pero ella es más de lo que imaginarían los antiguos griegos, al describir la belleza. Sus ojos grandes y voz amable me provocan; me empujan a vivir y a verlos sin saber qué hacer.

Otro día que vienen, ella muy elegante y él indiferente, cual modelo de revista. No puedo imaginar cómo puede pasar un segundo sin admirarla. - La mesa cinco, te toca a ti. Me dice el capitán y no creo, no puedo, es la misma mesa y sólo veo. No está Guillermo, será porque es enero. Aunque haga frío se sientan en la terraza, ella en vestido negro y collar de perlas, un abrigo que se rehúsa quitar. No siento nervios, no siento nada. Él revisa su teléfono y ella busca a alguien en el restaurante, es un cisne. Estira su blanco y delgado cuello, entreabriendo un poco los botones debajo del collar y entreveo su escote; su cristalina piel no muere de frío. Desconozco por qué creo que sufre, apenas y levanta la mano. Tengo que ir, ser profesional. Es mi trabajo. Antes de llegar, el hombre ríe voltea hacia ningún lado.

¿En qué les puedo servir? – Soy un tonto, ni siquiera arrojo el saludo inicial, tienen que ser bienvenidos primero. He cometido mi error, no puedo hablar más. Tráiganos lo de siempre – me avienta él, indiferente; mira hacia todos lados, no ve nada en realidad. Me atrevo a confirmar con ella, su sonrisa amable me da permiso de huir de la mesa. Es increíble cómo mantiene la compostura frente a tal muestra de desdén. O ella es sublime, o va detrás de su dinero. No sé cómo me atrevo a pensar siquiera que ella fuera capaz de tal vileza. Entro a la cocina y veo que no sé qué es lo de siempre. Si tan sólo yo fuera Guillermo. Me deslizo con pena hasta su mesa, admito mi error. Él se impacienta. Ella, conciliadora, me ordena un par de chardonnays y carpaccio de salmón. – No importa, gracias. Me agradeció ese ser divino, qué sutileza, qué calidez, qué ilusión tan irreal. Parece una exageración pero es una realidad. Moriré sin ver a esa estrella en todo su resplandor.

Siempre bajo el mismo yugo. Qué dicha de estar frente a ella de respirar el mismo aire. Qué tristeza tenerla de frente e ignorar la alegría que brinda ella. Pobres ricos, a fuerza de buscar la felicidad al final del camino, no se dan cuenta de que está en la vereda. Pasan una tarde gris, a pesar de mi embelesamiento. No logro concebir cómo un rostro tan dulce puede ser ignorado tanto tiempo. Parece en pausa, no se inmuta más que para responder – ¿Algo que les haga falta? – él levanta la mano y ya; ella se enciende de nuevo a la vida, sonríe amable, me mira con esos ojos enormes ¡Llenos de beatitud! – No, gracias. Frente a ella temo decir cosas de más, estar más del tiempo justo a su servicio, pasar tantas veces que pueda llegar a molestarla. Se me olvida que tengo otras mesas qué atender. Hay todo un resto de comensales impacientes, enojados, hasta hambrientos quizás. Es muy extraño, de verdad raro, que a un restaurante como este la gente venga porque tiene hambre. Las personas que llegan aquí, lo hacen para denostar poder, entretenerse, congraciarse, vienen a ser alabados con la excusa de una bebida o un alimento, a veces los dos. Acuden a estos lugares a conversas y disfrutarla vida; además, los alimentos gourmet tienen el permiso de estar mal racionados porque son justamente eso, “gourmet”. Por eso es raro ver gordos por aquí, aunque nunca falta el político que vende humildad por televisión y aquí se acaba el erario.

Caigo en la tentación, aunque sigo lejano me desplazo de a poco a su mesa y rezo con exactitud “¿Algo que les haga falta?”. Por vez primera habla él – La cuenta. Me dispongo a retirarme. Gracias – me sorprende su voz, melodiosa y fría, calculada para ser todo ternura. Me volteo y la veo a sus ojos tristes, me sonríen. Bajo la mirada.

Guillermo vuelve al servicio y ocupan la mesa cinco. Quisiera ser de esos meseros de confianza que se acercan a saludar aunque sea para dar la bienvenida. Pero ése no soy yo, es Guillermo. Han de ser muy especiales pues de seguro él será el nuevo capitán. Llego a la cocina no noséqué comandas y a pedir platillos, en silencio – ¿Qué es esto? ¿Que? ah, un pato asado en vino blanco. La próxima apúntale bien si sigues así de mudito. – me regaña. Sí, claro cómo sea. Voy a mi rincón atrás de la puerta. Que se abre y con ello me acompaña una leve cachetada y un chasquido. – Eh, aquí, bruto. Tenemos mucha carga, ve si Farid necesita ayuda. Sí, señor. Camino, esquivo bandejas. De reojo Francisco me indica atender a las ancianas. “¿Algo que les haga falta?” Nada. Qué extraño que no adolezcan de nada, a su edad. Siempre sí, agua mineralizada – Enseguida. Barra. Mesa catorce y treinta y cuatro. Es desconcertante preguntarle a esta gente si algo les falta cuando es notorio que no. A mí nunca; mano levantada, mesa veintiséis. “¿Algo que le haga falta?”  Los postres, cierto ¿cuáles son? Crème brulée y mousse de frutas tropicales con chocolate. Que le basten con eso, que no recuerdo más; ah sí, nieve. Cierto, sólo eso. Cocina, llego al refrigerador y el; ¡Cállate! carajo – el resto continúa en voz baja y entrecortada. Nuestro trabajo es la ecuanimidad, pero temo que sea hacia ella. No llora, calla. Mantiene su mirada firme, frágil y serena a la vez. ¡No voy a estar aquí para ver cuándo se te ocurre! – saca dos mil pesos y los avienta en la mesa mientras se va. Todo es silencio invadido por los murmuros  y trinches indiferentes. Se pone de pie, callada. Me ve ¡a mí! de nuevo acepta mi existencia. Desvío la mirada derrotado, no puedo contra un ser así de magnífico. Un olor exquisito e indescriptible – Si hace falta dígame, estaré afuera. Pone el dinero en mi bolsillo y se va con su bolso, siempre tranquila. Paso a cajas, luego se enterará Guillermo, que siempre está preocupado por sí mismo. Faltan cien pesos. Es mi oportunidad de salir a decirle, a consolarle casualmente. Los pongo yo, es sólo una mesa. Lo merece ella, no quisiera molestarla. Se paga, se cierra y Guillermo no tiene propina, parece disgustado pero no es mi problema, espero que no piense le estoy robando.

Tres días y Guillermo no me ha hablado, me persiguen los rumores de ladrón en la cocina. Pensaba que sería más complicado vivir con la presión de una mentira; pero no, y menos con hombres comportándose como mujeres rencorosas. No me importa, yo trabajo igual que todos. Pasan dos semanas, algunas lluvias y con ella el invierno. La mesa cinco sigue vacía.

De tarde, el sol clarea y las mesas de afuera parecen rojizas, el mejor lugar para quien sea. Es una rutina sin serlo, llegan personas pequeñas, con dinero y fortuna. En la cinco se vuelve a sentar alguien. Una pareja de mediana edad, no son de los que frecuentan este lugar. Celebran sus quince años de casados, el saco del señor parece de lana de segunda mano, le queda grande. La señora tiene un vestido muy apropiado, un poco avejentado, pero bonito. Cliente en la mesa diez, la de la esquina, oscura. Qué raro, con esta luz. Una sola persona, muy extraño para ser este lugar. Aquí la gente no presume que está sola y si lo está tiene el dinero suficiente para pagarse una amistad. Es ella. Seme congelan las venas y los oídos. - No sé más, tengo que escucharla a ella, hablarle, acariciarle, besarle, amarle. Pero sólo tengo que escuchar, callar y repetir después de cada tanto “¿Algo que le haga falta?” Esta vez lo haré bien, con calma, como lo ensayé. – Buenas tardes, bienvenida ¿le ofrezco algo de beber? – Una cerveza. Oscura, por favor. Esta vez no sonríe. Es un ser diferente. Cerveza oscura. ¿De dónde le sale voluntad a un ser tan fantástico de beber algo tan vulgar? Su alma estará destrozada, supongo, pero ¿cerveza?

Ni en los días más calurosos había pedido eso para ella. A pesar de la falta de maquillaje parece perfecta. Es cierto que no porta uno de esos vestidos que le estilizan la figura pero no puede hacer eso todo el tiempo. Le quita algo de sensualidad, pero casi sigue siendo exquisita. Llegan más clientes en la hora y lo único que le llevo es cerveza. Espero coma algo, porque esa postura no se le ve nada bien. – ¿Algo que le haga falta? A la mesa catorce y a la treinta y cuatro. Gente sensata que pide un whisky, al menos. Un filete Nueva York a la diecisiete y unas alcachofas con salsa de cilantro a la veinte. Ya no pide nada. La veo de lejos, ya sin ganas de nada.

La tercer cerveza lleva un rato a la mitad. Su cuello está descuidado sin los collares. Almas desvariadas. Mira por la ventana, ahí donde nadie la ve y observa todo. Como sin querer, respira hondo y saca una lágrima, se limpia inmediatamente, toda clase, si no es por el zapato que deja caer. Una vez más, me acerco sigiloso a su mesa, no importa que ya no tenga que ocultarme de él. – ¿Algo que le haga falta? No me mira, agacha la cabeza, dubitativa, pasea un dedo por su vaso y pausa… no puedo respirar, un movimiento en falso y se quiebra. Después de lo que parece un milenio, voltea su cabeza hacia mí, sus ojos mojados, suplicantes me ven, cuánto dolor en su corazón.

Ganas de vivir – sentencia y se suelta en un llanto callado, se apoya en la mesa, se esconde. ¿Qué respondo? No tenemos de eso aquí, no lo vendemos en todo caso. Le ofrezco una servilleta, aunque nadie la vea, más vale se seque esas lágrimas. Llorar por ese tipo, qué maravilla de grosería. Una dama de su categoría sufriendo por aquel idiota. – Perdón. Se seca las lágrimas. ¿le importaría sentarse junto a mí? Usted siempre es muy amable. Lo siento señorita, no puedo hacerlo, no me está permitido. Respondo maquinalmente. Me dirijo a Guillermo con paso firme. Atiéndela tú que yo no puedo. Me quito el uniforme y me excuso por enfermedad. Sólo soy un mesero, ¿qué haré sentado a semejante dama? Y con ese aspecto. Y en esa situación. Se atreve a tratar de intimar conmigo. Por eso no quería laborar en un restaurante en primer lugar. La gente se involucra, uno debe atenderlos pero no entenderlos. Cuando uno entiende, lo corren por exceso de confianza. Es cierto que es una mujer guapa, quizá las perlas ayudaban. Pero hay algo que no me puede acercar a ella, es como una muñeca de aparador, desde la vitrina se ve perfecta, pero fuera de ella es otra muñeca más. No merece mi tiempo ni esfuerzo alguien tan superficial, que por una herida al corazón, por un cambio de costumbres ha perdido el sentido de la vida. Nunca ha sido pobre y tener que trabajar para vivir. Qué bueno, no lo aguantaría. 

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