Estaba ahí. Un
restaurante de lujo, para mí. La veía llegar, siempre elegante, en sus cabellos
negros, vestidos coloridos y su novio llamativo. Quisiera estar con ella en
silencio. Algunas tardes vienen, ríen y se van por la noche. Ríen o parecen
hacerlo. No sé si es amor o será la soledad, pero ella es más de lo que
imaginarían los antiguos griegos, al describir la belleza. Sus ojos grandes y
voz amable me provocan; me empujan a vivir y a verlos sin saber qué hacer.
Otro día que
vienen, ella muy elegante y él indiferente, cual modelo de revista. No puedo
imaginar cómo puede pasar un segundo sin admirarla. - La mesa cinco, te toca a
ti. Me dice el capitán y no creo, no puedo, es la misma mesa y sólo veo. No
está Guillermo, será porque es enero. Aunque haga frío se sientan en la
terraza, ella en vestido negro y collar de perlas, un abrigo que se rehúsa
quitar. No siento nervios, no siento nada. Él revisa su teléfono y ella busca a
alguien en el restaurante, es un cisne. Estira su blanco y delgado cuello, entreabriendo
un poco los botones debajo del collar y entreveo su escote; su cristalina piel
no muere de frío. Desconozco por qué creo que sufre, apenas y levanta la mano.
Tengo que ir, ser profesional. Es mi trabajo. Antes de llegar, el hombre ríe
voltea hacia ningún lado.
¿En qué les
puedo servir? – Soy un tonto, ni siquiera arrojo el saludo inicial, tienen que
ser bienvenidos primero. He cometido mi error, no puedo hablar más. Tráiganos
lo de siempre – me avienta él, indiferente; mira hacia todos lados, no ve nada
en realidad. Me atrevo a confirmar con ella, su sonrisa amable me da permiso de
huir de la mesa. Es increíble cómo mantiene la compostura frente a tal muestra
de desdén. O ella es sublime, o va detrás de su dinero. No sé cómo me atrevo a
pensar siquiera que ella fuera capaz de tal vileza. Entro a la cocina y veo que
no sé qué es lo de siempre. Si tan sólo yo fuera Guillermo. Me deslizo con pena
hasta su mesa, admito mi error. Él se impacienta. Ella, conciliadora, me ordena
un par de chardonnays y carpaccio de salmón. – No importa,
gracias. Me agradeció ese ser divino, qué sutileza, qué calidez, qué ilusión
tan irreal. Parece una exageración pero es una realidad. Moriré sin ver a esa
estrella en todo su resplandor.
Siempre bajo el
mismo yugo. Qué dicha de estar frente a ella de respirar el mismo aire. Qué
tristeza tenerla de frente e ignorar la alegría que brinda ella. Pobres ricos,
a fuerza de buscar la felicidad al final del camino, no se dan cuenta de que
está en la vereda. Pasan una tarde gris, a pesar de mi embelesamiento. No logro
concebir cómo un rostro tan dulce puede ser ignorado tanto tiempo. Parece en
pausa, no se inmuta más que para responder – ¿Algo que les haga falta? – él
levanta la mano y ya; ella se enciende de nuevo a la vida, sonríe amable, me
mira con esos ojos enormes ¡Llenos de beatitud! – No, gracias. Frente a ella
temo decir cosas de más, estar más del tiempo justo a su servicio, pasar tantas
veces que pueda llegar a molestarla. Se me olvida que tengo otras mesas qué
atender. Hay todo un resto de comensales impacientes, enojados, hasta
hambrientos quizás. Es muy extraño, de verdad raro, que a un restaurante como
este la gente venga porque tiene hambre. Las personas que llegan aquí, lo hacen
para denostar poder, entretenerse, congraciarse, vienen a ser alabados con la
excusa de una bebida o un alimento, a veces los dos. Acuden a estos lugares a
conversas y disfrutarla vida; además, los alimentos gourmet tienen el permiso de estar mal racionados porque son
justamente eso, “gourmet”. Por eso es
raro ver gordos por aquí, aunque nunca falta el político que vende humildad por
televisión y aquí se acaba el erario.
Caigo en la
tentación, aunque sigo lejano me desplazo de a poco a su mesa y rezo con
exactitud “¿Algo que les haga falta?”. Por vez primera habla él – La cuenta. Me
dispongo a retirarme. Gracias – me sorprende su voz, melodiosa y fría,
calculada para ser todo ternura. Me volteo y la veo a sus ojos tristes, me
sonríen. Bajo la mirada.
Guillermo
vuelve al servicio y ocupan la mesa cinco. Quisiera ser de esos meseros de
confianza que se acercan a saludar aunque sea para dar la bienvenida. Pero ése
no soy yo, es Guillermo. Han de ser muy especiales pues de seguro él será el
nuevo capitán. Llego a la cocina no noséqué comandas y a pedir platillos, en
silencio – ¿Qué es esto? ¿Que? ah, un pato asado en vino blanco. La próxima
apúntale bien si sigues así de mudito. – me regaña. Sí, claro cómo sea. Voy a
mi rincón atrás de la puerta. Que se abre y con ello me acompaña una leve
cachetada y un chasquido. – Eh, aquí, bruto. Tenemos mucha carga, ve si Farid
necesita ayuda. Sí, señor. Camino, esquivo bandejas. De reojo Francisco me
indica atender a las ancianas. “¿Algo que les haga falta?” Nada. Qué extraño
que no adolezcan de nada, a su edad. Siempre sí, agua mineralizada – Enseguida.
Barra. Mesa catorce y treinta y cuatro. Es desconcertante preguntarle a esta
gente si algo les falta cuando es notorio que no. A mí nunca; mano levantada,
mesa veintiséis. “¿Algo que le haga falta?”
Los postres, cierto ¿cuáles son? Crème
brulée y mousse de frutas
tropicales con chocolate. Que le basten con eso, que no recuerdo más; ah sí,
nieve. Cierto, sólo eso. Cocina, llego al refrigerador y el; ¡Cállate! carajo –
el resto continúa en voz baja y entrecortada. Nuestro trabajo es la
ecuanimidad, pero temo que sea hacia ella. No llora, calla. Mantiene su mirada
firme, frágil y serena a la vez. ¡No voy a estar aquí para ver cuándo se te
ocurre! – saca dos mil pesos y los avienta en la mesa mientras se va. Todo es
silencio invadido por los murmuros y
trinches indiferentes. Se pone de pie, callada. Me ve ¡a mí! de nuevo acepta mi
existencia. Desvío la mirada derrotado, no puedo contra un ser así de
magnífico. Un olor exquisito e indescriptible – Si hace falta dígame, estaré
afuera. Pone el dinero en mi bolsillo y se va con su bolso, siempre tranquila.
Paso a cajas, luego se enterará Guillermo, que siempre está preocupado por sí
mismo. Faltan cien pesos. Es mi oportunidad de salir a decirle, a consolarle
casualmente. Los pongo yo, es sólo una mesa. Lo merece ella, no quisiera
molestarla. Se paga, se cierra y Guillermo no tiene propina, parece disgustado
pero no es mi problema, espero que no piense le estoy robando.
Tres días y
Guillermo no me ha hablado, me persiguen los rumores de ladrón en la cocina.
Pensaba que sería más complicado vivir con la presión de una mentira; pero no,
y menos con hombres comportándose como mujeres rencorosas. No me importa, yo
trabajo igual que todos. Pasan dos semanas, algunas lluvias y con ella el
invierno. La mesa cinco sigue vacía.
De tarde, el
sol clarea y las mesas de afuera parecen rojizas, el mejor lugar para quien
sea. Es una rutina sin serlo, llegan personas pequeñas, con dinero y fortuna.
En la cinco se vuelve a sentar alguien. Una pareja de mediana edad, no son de
los que frecuentan este lugar. Celebran sus quince años de casados, el saco del
señor parece de lana de segunda mano, le queda grande. La señora tiene un
vestido muy apropiado, un poco avejentado, pero bonito. Cliente en la mesa diez,
la de la esquina, oscura. Qué raro, con esta luz. Una sola persona, muy extraño
para ser este lugar. Aquí la gente no presume que está sola y si lo está tiene
el dinero suficiente para pagarse una amistad. Es ella. Seme congelan las venas
y los oídos. - No sé más, tengo que escucharla a ella, hablarle, acariciarle,
besarle, amarle. Pero sólo tengo que escuchar, callar y repetir después de cada
tanto “¿Algo que le haga falta?” Esta vez lo haré bien, con calma, como lo
ensayé. – Buenas tardes, bienvenida ¿le ofrezco algo de beber? – Una cerveza.
Oscura, por favor. Esta vez no sonríe. Es un ser diferente. Cerveza oscura. ¿De
dónde le sale voluntad a un ser tan fantástico de beber algo tan vulgar? Su
alma estará destrozada, supongo, pero ¿cerveza?
Ni en los días
más calurosos había pedido eso para ella. A pesar de la falta de maquillaje
parece perfecta. Es cierto que no porta uno de esos vestidos que le estilizan
la figura pero no puede hacer eso todo el tiempo. Le quita algo de sensualidad,
pero casi sigue siendo exquisita. Llegan más clientes en la hora y lo único que
le llevo es cerveza. Espero coma algo, porque esa postura no se le ve nada
bien. – ¿Algo que le haga falta? A la mesa catorce y a la treinta y cuatro.
Gente sensata que pide un whisky, al
menos. Un filete Nueva York a la diecisiete y unas alcachofas con salsa de
cilantro a la veinte. Ya no pide nada. La veo de lejos, ya sin ganas de nada.
La tercer cerveza
lleva un rato a la mitad. Su cuello está descuidado sin los collares. Almas
desvariadas. Mira por la ventana, ahí donde nadie la ve y observa todo. Como
sin querer, respira hondo y saca una lágrima, se limpia inmediatamente, toda
clase, si no es por el zapato que deja caer. Una vez más, me acerco sigiloso a
su mesa, no importa que ya no tenga que ocultarme de él. – ¿Algo que le haga
falta? No me mira, agacha la cabeza, dubitativa, pasea un dedo por su vaso y
pausa… no puedo respirar, un movimiento en falso y se quiebra. Después de lo
que parece un milenio, voltea su cabeza hacia mí, sus ojos mojados, suplicantes
me ven, cuánto dolor en su corazón.
Ganas de vivir –
sentencia y se suelta en un llanto callado, se apoya en la mesa, se esconde.
¿Qué respondo? No tenemos de eso aquí, no lo vendemos en todo caso. Le ofrezco
una servilleta, aunque nadie la vea, más vale se seque esas lágrimas. Llorar por
ese tipo, qué maravilla de grosería. Una dama de su categoría sufriendo por
aquel idiota. – Perdón. Se seca las lágrimas. ¿le importaría sentarse junto a
mí? Usted siempre es muy amable. Lo siento señorita, no puedo hacerlo, no me
está permitido. Respondo maquinalmente. Me dirijo a Guillermo con paso firme.
Atiéndela tú que yo no puedo. Me quito el uniforme y me excuso por enfermedad.
Sólo soy un mesero, ¿qué haré sentado a semejante dama? Y con ese aspecto. Y en
esa situación. Se atreve a tratar de intimar conmigo. Por eso no quería laborar
en un restaurante en primer lugar. La gente se involucra, uno debe atenderlos
pero no entenderlos. Cuando uno entiende, lo corren por exceso de confianza. Es
cierto que es una mujer guapa, quizá las perlas ayudaban. Pero hay algo que no
me puede acercar a ella, es como una muñeca de aparador, desde la vitrina se ve
perfecta, pero fuera de ella es otra muñeca más. No merece mi tiempo ni
esfuerzo alguien tan superficial, que por una herida al corazón, por un cambio
de costumbres ha perdido el sentido de la vida. Nunca ha sido pobre y tener que
trabajar para vivir. Qué bueno, no lo aguantaría.